lunes, 21 de octubre de 2013

INTELIGENCIA ARTIFICIAL


Este mes de octubre, coincidiendo con el inicio escolar, he comenzado a escribir una nueva novela, que espero poder acabar antes de que el curso termine. La verdad es que llevo muy poco escrito de ella, apenas una veintena de hojas. Sin embargo, la historia poco a poco va  tomando consistencia y abriéndose paso en mi imaginación.
Os dejo el primer capítulo, por si os apetece echarle un vistazo. Ya me diréis lo que os parece. Se admiten sugerencias:

1.

Carlos creyó oír ruidos fuera de la clase.
Pero no se atrevió a moverse de su sitio. Vanesa, la profesora de Ciencias Naturales, no dejaba de escribir fórmulas y operaciones en la pizarra digital y no había más remedio que copiarlas deprisa en el cuaderno.
Sin embargo, Carlos no fue el único en escuchar los ruidos, quizás de cristales rotos. Varios compañeros de su curso también giraron la cabeza hacia la puerta trasera del aula, atraídos por un imán invisible. Algo raro estaba sucediendo en los pasillos (o quizás en otro lugar cercano), pero no había tiempo suficiente para averiguarlo.
De súbito, la profesora de Ciencias Naturales se quitó las gafas de diseño e interrumpió la explicación que estaba realizando. Era una mujer de unos cuarenta años, de baja estatura, ojos claros y mirada afilada. Iba vestida con tacones, una falda por las rodillas y una bata impecablemente blanca.  Llevaba más de veinte años trabajando en el instituto y todos la conocían por su mal genio. Los alumnos la apodaban “la dama de hierro”.
-¿Quién es el delegado?- preguntó con voz cortante.
Carlos levantó la mano con timidez y se puso colorado, igual que si le hubieran pillado copiando en un examen.  Odiaba ser el centro de atención.
-Soy yo- contestó balbuceando.
La profesora de Ciencias Naturales le examinó en silencio durante unos segundos, como si le pesara en una precisa balanza de su laboratorio. Luego se volvió a colocar sus gafas de diseño y, sin mirarlo a la cara, le ordenó:
- Por favor, vaya al pasillo y dígales a los que están ahí fuera que no hagan ruido… No soporto que interrumpan mi clase.
Al momento, Carlos se levantó de su sitio y se dirigió hacia la entrada del aula. Mientras caminaba, sintió que varias miradas se clavaban en su espalda como dardos envenenados. A  Ninguno de sus compañeros le gustaría estar en su pellejo.
 Cuando el muchacho salió al pasillo (un corredor de azulejos blancos semejante a un hospital), no observó nada extraño. Todo estaba en calma y en silencio, quizás demasiado. Los fluorescentes del techo estaban encendidos y las ventanas que daban a la calle permanecían abiertas, dejando ver el patio de arena y las pistas de deporte, que en ese momento se encontraban vacías. Los ruidos parecían haberse disuelto de golpe, igual que una pompa de jabón en el aire.
Intrigado,  el muchacho se acercó hacia las escaleras que comunicaban con el vestíbulo de la planta baja. Mientras avanzaba por el pasillo, sus pasos se volvieron más lentos y pesados. Algunas baldosas del suelo se movieron produciendo un seco crujido. Detrás de la puerta del aula, se escuchaba la voz de Vanesa como en el interior de una pecera. Sin embargo, Carlos ya no la escuchaba. Sólo pensaba en los ruidos que había oído hacía unos momentos, en lo que quizás había pasado, en qué descubriría al asomarse por las escaleras.
Cuando lo hizo, tampoco vio allí nada extraño. Los escalones de madera estaban desiertos, como todos los días a esas horas.  Durante unos segundos, Carlos se quedó de pie, agarrado a la barandilla de metal. Su tacto le pareció frío como la piel de un lagarto. Pensó en regresar al aula y contar a Vanesa lo que había visto (o, mejor, lo que no había observado). Sin embargo, una luz encendida en el servicio de las chicas le puso en alerta.
Podía ser que alguna alumna se la hubiera dejado prendida por descuido, pero también que hubiera alguna persona allí dentro, quizás escondida o desmayada. Respiró hondo, como si se enfrentara a una difícil prueba, y decidió ir a comprobarlo.
La puerta del baño estaba entornada y no se distinguía bien su interior. Carlos llamó tímidamente con los nudillos. No obtuvo respuesta. Armándose de valor, empujó el picaporte y entró con decisión en el cuarto. Nunca había estado en el baño de las chicas y sintió a la vez vergüenza y un poco curiosidad. Parecía que había penetrado en un lugar prohibido, en un planeta extraño, donde él era un intruso. El olor era distinto, mucho menos ácido que en el servicio de los chicos. Echó de menos los sucios urinarios de la pared, las pintadas en las puertas y los papeles tirados por las esquinas. El espejo encima de los lavabos, sin embargo, estaba rajado por la mitad, como si hubiera recibido un fuerte puñetazo. Varias esquirlas de cristal todavía se hallaban desperdigados por las baldosas del suelo, formando un enigmático mosaico.
-¿Hay alguien ahí? – Carlos se atrevió a preguntar.
Nadie contestó. Si había alguien allí dentro, no estaba por la labor de colaborar. El muchacho siguió avanzando despacio, cada vez con más desconfianza. Sin querer, empezó a sudar por la frente y a dolerle la parte trasera del cuello. Se llevó la mano derecha a la espalda e intento relajarse.
Al abrir la puerta de uno de los excusados, se llevó un susto de muerte. Entre el váter de porcelana y la pared de azulejos, se hallaba el cuerpo de una chica tirado en el suelo de mala manera. Era un muchacha de trece o catorce años, de piel blanca y melena de color castaño. Su cuerpo estaba doblado en un escorzo imposible, como si sus huesos se hubieran vuelto de goma. Iba vestida de forma informal, con una camiseta de manga larga, unos legins de color negro y unas manoletinas doradas.
Carlos se aproximó más de cerca para observarla. La muchacha tenía una herida en un lateral de la cabeza. Parecía que hubiera dado un fuerte golpe o que se hubiera clavado uno de los cristales que andaban tirados por el suelo. Al verla allí tirada, Carlos intentó gritar (pero el chillido quedó atrapado en  su garganta). El corazón le dio un vuelco brusco y se le cortó la respiración durante unos segundos. Por instinto, acercó su mano hasta el hombro de la chica y la tocó con mucho cuidado. Luego le giró la cabeza lentamente, como si lo hiciera con un objeto precioso. La corta melena de la muchacha le rozó la piel y sintió una fuerte descarga, parecida a un latigazo de electricidad estática.
Al principio, le costó reconocerla. Los nervios le nublaban la vista y le impedían pensar con claridad. Cuando consiguió calmarse, fue todo mucho más fácil. Sí, por supuesto que sabía quién era.
Se trataba de Esther Sánchez,  su vecina, la que todo el mundo en el instituto llamaba la “chica perfecta”.
Se fijó más despacio en ella. Tenía los ojos abiertos, perdidos en la nada, como si estuviera en coma. Su respiración era débil y la herida de la cabeza no dejaba de manar un líquido espeso y rojizo. Su mano derecha, sin embargo, estaba cerrada con fuerza. La chica parecía esconder algo dentro de ella. Movido por la curiosidad, Carlos le separó muy lentamente los dedos rígidos y ensangrentados.
 Lo que el muchacho descubrió le dejó atónito. Apresado en la blanca palma de la muchacha, había un pequeño circuito electrónico de color oscuro, recubierto de una delgada capa de plástico, del tamaño de un grano de arroz.
¿Qué era eso? ¿Por qué estaba allí?
Sin embargo, Carlos no tuvo tiempo para encontrar la respuesta correcta. La muchacha estaba cada vez más pálida y perdía mucha sangre. Sin pensárselo dos veces, Carlos cogió deprisa el microchip de la mano, lo guardó en el bolsillo de su pantalón y salió corriendo del cuarto de baño.
Al regresar al pasillo, el muchacho se puso a gritar pidiendo ayuda. Estaba asustado, fuera de sí, muerto de miedo. Sus chillidos retumbaban en las paredes de azulejo como los repiques de una enorme campana. Se oyeron  varios ruidos de sillas y voces nerviosas dentro de las aulas, pero Carlos no las escuchó. Siguió corriendo, sin mirar nunca hacia atrás, en un huida desesperada.
Cuando entró en el aula (con la cara desencajada y los ojos muy  abiertos), la profesora de Ciencias Naturales se quedó petrificada delante de la pizarra digital.  Los gritos del pasillo le habían alertado y se esperaba lo peor.
-¿Qué pasa? – dijo Vanesa, sin poder controlar su ansiedad.
-¡Hay una chica  en el baño! – contestó Carlos.
-¿Qué?- respondió la profesora, incrédula.
-Está desmayada …¡Y tiene una fuerte herida en la cabeza!
-¿Quién es? ¿Lo sabes?
-Sí, Esther Sánchez.
La profesora de Ciencias Naturales se quedó lívida. No sabía bien lo que decir, ni cómo reaccionar. Sus gafas de diseño, a pesar de gruesa moldura, no consiguieron ocultar su mirada de pánico. Esther Sánchez era su alumna preferida. La que contestaba siempre en clase, hacía todos los días los deberes y sacaba dieces en los exámenes. Era la alumna ideal, la “chica perfecta”,…
 ¡Ella misma le había puesto el mote!