Este mes de octubre, coincidiendo con el inicio escolar, he comenzado a escribir una nueva novela, que espero poder acabar antes de que el curso termine. La verdad es que llevo muy poco escrito de ella, apenas una veintena de hojas. Sin embargo, la historia poco a poco va tomando consistencia y abriéndose paso en mi imaginación.
Os dejo el primer capítulo, por si os apetece echarle un vistazo. Ya me diréis lo que os parece. Se admiten sugerencias:
1.
Carlos
creyó oír ruidos fuera de la clase.
Pero no se
atrevió a moverse de su sitio. Vanesa, la profesora de Ciencias Naturales, no
dejaba de escribir fórmulas y operaciones en la pizarra digital y no había más
remedio que copiarlas deprisa en el cuaderno.
Sin
embargo, Carlos no fue el único en escuchar los ruidos, quizás de cristales
rotos. Varios compañeros de su curso también giraron la cabeza hacia la puerta
trasera del aula, atraídos por un imán invisible. Algo raro estaba sucediendo en
los pasillos (o quizás en otro lugar cercano), pero no había tiempo suficiente para
averiguarlo.
De súbito,
la profesora de Ciencias Naturales se quitó las gafas de diseño e interrumpió
la explicación que estaba realizando. Era una mujer de unos cuarenta años, de
baja estatura, ojos claros y mirada afilada. Iba vestida con tacones, una falda
por las rodillas y una bata impecablemente blanca. Llevaba más de veinte años trabajando en el
instituto y todos la conocían por su mal genio. Los alumnos la apodaban “la
dama de hierro”.
-¿Quién es
el delegado?- preguntó con voz cortante.
Carlos
levantó la mano con timidez y se puso colorado, igual que si le hubieran
pillado copiando en un examen. Odiaba
ser el centro de atención.
-Soy yo-
contestó balbuceando.
La
profesora de Ciencias Naturales le examinó en silencio durante unos segundos,
como si le pesara en una precisa balanza de su laboratorio. Luego se volvió a
colocar sus gafas de diseño y, sin mirarlo a la cara, le ordenó:
- Por
favor, vaya al pasillo y dígales a los que están ahí fuera que no hagan ruido… No
soporto que interrumpan mi clase.
Al
momento, Carlos se levantó de su sitio y se dirigió hacia la entrada del aula. Mientras
caminaba, sintió que varias miradas se clavaban en su espalda como dardos
envenenados. A Ninguno de sus compañeros
le gustaría estar en su pellejo.
Cuando el muchacho salió al pasillo (un corredor
de azulejos blancos semejante a un hospital), no observó nada extraño. Todo
estaba en calma y en silencio, quizás demasiado. Los fluorescentes del techo
estaban encendidos y las ventanas que daban a la calle permanecían abiertas,
dejando ver el patio de arena y las pistas de deporte, que en ese momento se
encontraban vacías. Los ruidos parecían haberse disuelto de golpe, igual que una
pompa de jabón en el aire.
Intrigado, el muchacho se acercó hacia las escaleras que
comunicaban con el vestíbulo de la planta baja. Mientras avanzaba por el
pasillo, sus pasos se volvieron más lentos y pesados. Algunas baldosas del
suelo se movieron produciendo un seco crujido. Detrás de la puerta del aula, se
escuchaba la voz de Vanesa como en el interior de una pecera. Sin embargo, Carlos
ya no la escuchaba. Sólo pensaba en los ruidos que había oído hacía unos
momentos, en lo que quizás había pasado, en qué descubriría al asomarse por las
escaleras.
Cuando lo
hizo, tampoco vio allí nada extraño. Los escalones de madera estaban desiertos,
como todos los días a esas horas. Durante unos segundos, Carlos se quedó de pie,
agarrado a la barandilla de metal. Su tacto le pareció frío como la piel de un
lagarto. Pensó en regresar al aula y contar a Vanesa lo que había visto (o,
mejor, lo que no había observado). Sin embargo, una luz encendida en el servicio
de las chicas le puso en alerta.
Podía ser que
alguna alumna se la hubiera dejado prendida por descuido, pero también que
hubiera alguna persona allí dentro, quizás escondida o desmayada. Respiró
hondo, como si se enfrentara a una difícil prueba, y decidió ir a comprobarlo.
La puerta del
baño estaba entornada y no se distinguía bien su interior. Carlos llamó tímidamente
con los nudillos. No obtuvo respuesta. Armándose de valor, empujó el picaporte y
entró con decisión en el cuarto. Nunca había estado en el baño de las chicas y
sintió a la vez vergüenza y un poco curiosidad. Parecía que había penetrado en
un lugar prohibido, en un planeta extraño, donde él era un intruso. El olor era
distinto, mucho menos ácido que en el servicio de los chicos. Echó de menos los
sucios urinarios de la pared, las pintadas en las puertas y los papeles tirados
por las esquinas. El espejo encima de los lavabos, sin embargo, estaba rajado
por la mitad, como si hubiera recibido un fuerte puñetazo. Varias esquirlas de
cristal todavía se hallaban desperdigados por las baldosas del suelo, formando
un enigmático mosaico.
-¿Hay
alguien ahí? – Carlos se atrevió a preguntar.
Nadie
contestó. Si había alguien allí dentro, no estaba por la labor de colaborar. El
muchacho siguió avanzando despacio, cada vez con más desconfianza. Sin querer,
empezó a sudar por la frente y a dolerle la parte trasera del cuello. Se llevó
la mano derecha a la espalda e intento relajarse.
Al abrir
la puerta de uno de los excusados, se llevó un susto de muerte. Entre el váter de
porcelana y la pared de azulejos, se hallaba el cuerpo de una chica tirado en
el suelo de mala manera. Era un muchacha de trece o catorce años, de piel
blanca y melena de color castaño. Su cuerpo estaba doblado en un escorzo
imposible, como si sus huesos se hubieran vuelto de goma. Iba vestida de forma
informal, con una camiseta de manga larga, unos legins de color negro y unas
manoletinas doradas.
Carlos se
aproximó más de cerca para observarla. La muchacha tenía una herida en un
lateral de la cabeza. Parecía que hubiera dado un fuerte golpe o que se hubiera
clavado uno de los cristales que andaban tirados por el suelo. Al verla allí
tirada, Carlos intentó gritar (pero el chillido quedó atrapado en su garganta). El corazón le dio un vuelco brusco
y se le cortó la respiración durante unos segundos. Por instinto, acercó su mano
hasta el hombro de la chica y la tocó con mucho cuidado. Luego le giró la
cabeza lentamente, como si lo hiciera con un objeto precioso. La corta melena
de la muchacha le rozó la piel y sintió una fuerte descarga, parecida a un
latigazo de electricidad estática.
Al
principio, le costó reconocerla. Los nervios le nublaban la vista y le impedían
pensar con claridad. Cuando consiguió calmarse, fue todo mucho más fácil. Sí, por
supuesto que sabía quién era.
Se trataba
de Esther Sánchez, su vecina, la que todo
el mundo en el instituto llamaba la “chica perfecta”.
Se fijó
más despacio en ella. Tenía los ojos abiertos, perdidos en la nada, como si
estuviera en coma. Su respiración era débil y la herida de la cabeza no dejaba
de manar un líquido espeso y rojizo. Su mano derecha, sin embargo, estaba
cerrada con fuerza. La chica parecía esconder algo dentro de ella. Movido por
la curiosidad, Carlos le separó muy lentamente los dedos rígidos y
ensangrentados.
Lo que el muchacho descubrió le dejó atónito.
Apresado en la blanca palma de la muchacha, había un pequeño circuito
electrónico de color oscuro, recubierto de una delgada capa de plástico, del
tamaño de un grano de arroz.
¿Qué era
eso? ¿Por qué estaba allí?
Sin
embargo, Carlos no tuvo tiempo para encontrar la respuesta correcta. La muchacha
estaba cada vez más pálida y perdía mucha sangre. Sin pensárselo dos veces,
Carlos cogió deprisa el microchip de la mano, lo guardó en el bolsillo de su
pantalón y salió corriendo del cuarto de baño.
Al
regresar al pasillo, el muchacho se puso a gritar pidiendo ayuda. Estaba
asustado, fuera de sí, muerto de miedo. Sus chillidos retumbaban en las paredes
de azulejo como los repiques de una enorme campana. Se oyeron varios ruidos de sillas y voces nerviosas dentro
de las aulas, pero Carlos no las escuchó. Siguió corriendo, sin mirar nunca hacia
atrás, en un huida desesperada.
Cuando entró
en el aula (con la cara desencajada y los ojos muy abiertos), la profesora de Ciencias Naturales
se quedó petrificada delante de la pizarra digital. Los gritos del pasillo le habían alertado y se
esperaba lo peor.
-¿Qué
pasa? – dijo Vanesa, sin poder controlar su ansiedad.
-¡Hay una
chica en el baño! – contestó Carlos.
-¿Qué?-
respondió la profesora, incrédula.
-Está desmayada
…¡Y tiene una fuerte herida en la cabeza!
-¿Quién es?
¿Lo sabes?
-Sí, Esther
Sánchez.
La
profesora de Ciencias Naturales se quedó lívida. No sabía bien lo que decir, ni
cómo reaccionar. Sus gafas de diseño, a pesar de gruesa moldura, no
consiguieron ocultar su mirada de pánico. Esther Sánchez era su alumna
preferida. La que contestaba siempre en clase, hacía todos los días los deberes
y sacaba dieces en los exámenes. Era la alumna ideal, la “chica perfecta”,…
¡Ella misma le había puesto el mote!
Muy interesante. Nos deja en suspense y el primer capítulo no puede ser más trepidante. Ayer vi una película relacionada con lo que me constaste sobre el argumento de tu nueva novela. se llamaba Origen,d e Leonardo di Crapio. Puede servirte. Adelante que aquí hay madera.
ResponderEliminarGracias, Julio, por la recomendación.
EliminarMe gusta el arranque. Mucho. Es un inicio muy cercano al público juvenil. De todas formas no deberías aludir tan pronto a nada relativo a inteligencia artificial. Procura que ni el titulo, ni las citas que lleve, den pistas.
ResponderEliminarGracias, César, por el consejo. Tomo nota.
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