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viernes, 17 de junio de 2011

ELOGIO DEL CERRO DEL TÍO PÍO


Al otro lado de la carretera, acababan las casas de ladrillos y comenzaba el cerro del Tío Pío. Era un territorio desolado, cubierto de maleza y de escombros, que servía de frontera entre dos mundos.
Allí jugaba al balón con mis amigos del barrio en las largas tardes de junio. Cuando el calor nos hacía sudar por las sienes y la pelota era el tiempo que rodaba nervioso, dando vueltas en círculo.
El suelo del descampado era duro y resbaladizo. Sólo los hierbajos se aferraban al terreno, transformando sus raíces en garras. Al atardecer, entre cascotes de cemento, algunas ratas nos mostraban sus lomos oscuros y escurridizos. Era más allá, donde la vieja cerámica custodiaba sus olvidados de ladrillos.
Pero había que regresar. El sol se ponía tras las montañas lejanas y había que ir rápido a la fuente. Esa fuente de chorro frío, que empapaba nuestras camisas sin marca y nuestros torsos desnudos.
El cerro se quedaba entonces solo, oscuro como el caparazón de una cucaracha.
Nadie se atrevía a cruzarlo. Era peligroso, aunque entre la maleza sólo se escuchara el canto de los grillos.




jueves, 21 de octubre de 2010

LA CALLE DE LAS LETRAS

Santiago no sacaba buenas notas en el colegio, pero amaba con ardor las letras. Para él eran golosinas, igual que regalices de fresa, que devoraba con avidez mientras paseaba con su madre cogido de la mano por la calle Huertas.
Le fascinaban las letras doradas, escritas con mayúscula, que se hallaban insertadas en las placas de granito del suelo como diminutas estrellas. Cuando veía una de ellas, el niño se detenía delante de los signos, fijaba la vista sobre los reglones de oro y comenzaba a leer despacio, como si el tiempo a su alrededor no existiera.
Su madre le dejaba que descifrara los signos, que leyera un poquito si quería, pero enseguida se cansaba, se ponía nerviosa, y tiraba de él para proseguir con el paseo. Había que llegar a casa, se hacía tarde, y no quedaba más remedio que acabar los deberes de la escuela.
Al llegar a casa, con los cuadernos desplegados con pereza encima de la mesa, el muchacho se resistía a hacer la tarea. No tenía ganas. Prefería cerrar los ojos y dejar libre su imaginación disparatada.
En la oscuridad de su mente, como por arte de magia, las calles del barrio se transformaron en enormes rollos de papel y los edificios de cuatro plantas adquirieron la forma de libros gigantescos.
Todo el barrio era una inmensa biblioteca y los vecinos dejaban sus ocupaciones cotidianas para ponerse sin prisa a leer las citas literarias de las aceras.
Entonces el niño soñaba que bajaba a la calle de las letras doradas y que continuaba escribiendo frases en el suelo de granito, en las paredes de las casas, en los rótulos de los bares, hasta en la tapia de las monjas Trinitarias y en la Academia de la Historia.
Los vocablos que escribía parecían carecer de sentido. Pero Santiago no se cansaba de garabatear palabras como “jirocho” o “pariambo” o “teleósteo”, porque sabía que a la calle de las Letras, como a un texto que no poseyera límites, nadie le pondría poner nunca un punto final.