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viernes, 17 de junio de 2011

ELOGIO DEL CERRO DEL TÍO PÍO


Al otro lado de la carretera, acababan las casas de ladrillos y comenzaba el cerro del Tío Pío. Era un territorio desolado, cubierto de maleza y de escombros, que servía de frontera entre dos mundos.
Allí jugaba al balón con mis amigos del barrio en las largas tardes de junio. Cuando el calor nos hacía sudar por las sienes y la pelota era el tiempo que rodaba nervioso, dando vueltas en círculo.
El suelo del descampado era duro y resbaladizo. Sólo los hierbajos se aferraban al terreno, transformando sus raíces en garras. Al atardecer, entre cascotes de cemento, algunas ratas nos mostraban sus lomos oscuros y escurridizos. Era más allá, donde la vieja cerámica custodiaba sus olvidados de ladrillos.
Pero había que regresar. El sol se ponía tras las montañas lejanas y había que ir rápido a la fuente. Esa fuente de chorro frío, que empapaba nuestras camisas sin marca y nuestros torsos desnudos.
El cerro se quedaba entonces solo, oscuro como el caparazón de una cucaracha.
Nadie se atrevía a cruzarlo. Era peligroso, aunque entre la maleza sólo se escuchara el canto de los grillos.