Aquí os dejo el primer capítulo/borrador de la nueva novela que estoy escribiendo. No es mucho, lo sé; pero a ver qué os parece.
1.
El chico que paseaba por la playa se llamaba Marco.
Bajo una débil llovizna, caminaba despacio y distraído, sin prestar mucha atención al barco que se había detenido en mitad de la bahía, esperando órdenes para atracar en el puerto.
De vez en cuando, el muchacho se agachaba hacia el suelo, introducía su mano en las frías aguas del océano y recogía una concha de colores o el caparazón de una nécora. Luego las miraba con fascinación, igual que un científico curioso, y volvió a arrojarlas contra las olas.
Mientras tanto, el barco de mercancías permanecía impasible, mecido por las ondas, igual que una gigantesca ballena. En la cubierta varios miembros de la tripulación trabajaban sin descanso, arrastrando bultos y cajas de un lado para otro. Desde donde se encontraba Marco, no se distinguía bien lo que movían.
¿Qué sería? ¿Por qué no se esperaban para descargar en el puerto?¿A qué se debía tanto ajetreo?
Al llegar a la boca de la marisma, después de media hora larga de caminata, el chico se detuvo de golpe. Una culebra de agua, de varios metros de ancho, le impedía el paso formando una barrera. Aunque la marea estaba baja a esas horas, tendría que meterse hasta la cintura para poder alcanzar la otra orilla. Aunque otras veces lo había hecho, sobre todo con buen tiempo, esa vez tuvo miedo y decidió no cruzarla.
Antes de darse la vuelta para regresar al pueblo, se subió a unas rocas que descollaban unos metros sobre el nivel del mar. Quería contemplar el paisaje durante unos minutos, sin que nadie le molestase.
Esa mañana las aguas tenían un color grisáceo, semejante al acero. Las islas que cerraban la ancha ría apenas se distinguían en el horizonte, borradas por la niebla. Impresionaba contemplar el mar abierto. Era un espectáculo grandioso, digno de ver. Como un viejo marinero retirado en la costa, Marco nunca se cansaba de observarlo.
Fue al dirigir de nuevo la mirada a tierra firme, cuando lo descubrió por casualidad. Al principio creyó que se trataba de una roca o de una escultura de piedra, pero pronto se dio cuenta de su error.
Era un viejo extraño, de barba larga y con un bastón en la mano, subido a lo más alto de una duna. Llevaba un abrigo raído y un ancho pañuelo anudado en el cuello. Apenas se movía de donde estaba y tenía la vista clavada en el mar, vigilando los movimientos de los barcos que entraban y salían de la bahía.
Marco no sabía de dónde había surgido el anciano. Quizás llevara allí mucho rato, pero él no lo había descubierto hasta ese momento. Envuelto por las nubes, perecía un ser fantasmal o venido de otra época, surgido de alguna novela de misterio.
Pero eso era imposible. Una tontería que se le había ocurrido. El hombre era de carne y hueso, tan verdadero como la lluvia que le estaba empapando la camisa. Además, se estaba haciendo tarde y tenía que regresar a casa. Si su madre le viera así, metido en el mar bajo la lluvia, seguro que le caía una buena bronca por dejarse calar hasta los huesos.
Fue entonces, mientras estaba a punto de iniciar el regreso, cuando apareció la lancha, brincando sobre las olas como un enorme saltamontes. Había partido del buque de mercancías fondeado en la bahía y se dirigía a toda velocidad hacia las casas abandonadas, que había cerca del faro. La nave avanzaba en diagonal, decidida, como si alguien desde la costa le indicara el camino con algún tipo de señas.
Aquella maniobra era bastante sospechosa. No era una barca de mariscadores, ni tampoco una recreación de recreo. Además, iba demasiado deprisa. Por lo menos, a 150 Km por hora.
De forma intuitiva, Marco miró de nuevo hacia las dunas de arena. El anciano del bastón ya no estaba allí y las gaviotas habían levantado el vuelo, asustadas por el motor de la barca.
¿Qué estaba pasando? ¿Qué demonios hacia la lancha dirigiéndose hacia la costa? ¿Quién le estaría esperando?
Marco sintió un profundo escalofrío, que le erizó el vello del cuello. Quizás hubiera sido testigo de una operación prohibida, de algo ilegal, que nunca debería haber presenciado desde lejos.
De súbito, un miedo irracional le dominó. Empezó a sudar por la espalda y a respirar con dificultad. Por más que lo intentaba, no se podía quitar de la cabeza la imagen del barco y del anciano que vigilaba la bahía con detenimiento.
¿Quién sería? ¿A qué había acudido a la playa? ¿Y, sobre todo, qué estaba sucediendo en la bahía?
Varías gotas de lluvia golpearon al muchacho en el rostro y se escurrieron despacio hacia sus labios. Al lamerlas, descubrió con desagrado que eran saladas y que tenían el mismo sabor que las lágrimas.
Cuando la lancha desapareció tras unas rocas, en las proximidades del faro, el muchacho emprendió por fin el regreso a casa. Caminaba deprisa, sin adentrarse en el mar, como si le estuviera persiguiendo una sombra extraña.
Lo único que deseaba con todo el alma es que el viejo del bastón, absorto en las maniobras de los barcos, no se hubiera fijado en su cara.
Bajo una débil llovizna, caminaba despacio y distraído, sin prestar mucha atención al barco que se había detenido en mitad de la bahía, esperando órdenes para atracar en el puerto.
De vez en cuando, el muchacho se agachaba hacia el suelo, introducía su mano en las frías aguas del océano y recogía una concha de colores o el caparazón de una nécora. Luego las miraba con fascinación, igual que un científico curioso, y volvió a arrojarlas contra las olas.
Mientras tanto, el barco de mercancías permanecía impasible, mecido por las ondas, igual que una gigantesca ballena. En la cubierta varios miembros de la tripulación trabajaban sin descanso, arrastrando bultos y cajas de un lado para otro. Desde donde se encontraba Marco, no se distinguía bien lo que movían.
¿Qué sería? ¿Por qué no se esperaban para descargar en el puerto?¿A qué se debía tanto ajetreo?
Al llegar a la boca de la marisma, después de media hora larga de caminata, el chico se detuvo de golpe. Una culebra de agua, de varios metros de ancho, le impedía el paso formando una barrera. Aunque la marea estaba baja a esas horas, tendría que meterse hasta la cintura para poder alcanzar la otra orilla. Aunque otras veces lo había hecho, sobre todo con buen tiempo, esa vez tuvo miedo y decidió no cruzarla.
Antes de darse la vuelta para regresar al pueblo, se subió a unas rocas que descollaban unos metros sobre el nivel del mar. Quería contemplar el paisaje durante unos minutos, sin que nadie le molestase.
Esa mañana las aguas tenían un color grisáceo, semejante al acero. Las islas que cerraban la ancha ría apenas se distinguían en el horizonte, borradas por la niebla. Impresionaba contemplar el mar abierto. Era un espectáculo grandioso, digno de ver. Como un viejo marinero retirado en la costa, Marco nunca se cansaba de observarlo.
Fue al dirigir de nuevo la mirada a tierra firme, cuando lo descubrió por casualidad. Al principio creyó que se trataba de una roca o de una escultura de piedra, pero pronto se dio cuenta de su error.
Era un viejo extraño, de barba larga y con un bastón en la mano, subido a lo más alto de una duna. Llevaba un abrigo raído y un ancho pañuelo anudado en el cuello. Apenas se movía de donde estaba y tenía la vista clavada en el mar, vigilando los movimientos de los barcos que entraban y salían de la bahía.
Marco no sabía de dónde había surgido el anciano. Quizás llevara allí mucho rato, pero él no lo había descubierto hasta ese momento. Envuelto por las nubes, perecía un ser fantasmal o venido de otra época, surgido de alguna novela de misterio.
Pero eso era imposible. Una tontería que se le había ocurrido. El hombre era de carne y hueso, tan verdadero como la lluvia que le estaba empapando la camisa. Además, se estaba haciendo tarde y tenía que regresar a casa. Si su madre le viera así, metido en el mar bajo la lluvia, seguro que le caía una buena bronca por dejarse calar hasta los huesos.
Fue entonces, mientras estaba a punto de iniciar el regreso, cuando apareció la lancha, brincando sobre las olas como un enorme saltamontes. Había partido del buque de mercancías fondeado en la bahía y se dirigía a toda velocidad hacia las casas abandonadas, que había cerca del faro. La nave avanzaba en diagonal, decidida, como si alguien desde la costa le indicara el camino con algún tipo de señas.
Aquella maniobra era bastante sospechosa. No era una barca de mariscadores, ni tampoco una recreación de recreo. Además, iba demasiado deprisa. Por lo menos, a 150 Km por hora.
De forma intuitiva, Marco miró de nuevo hacia las dunas de arena. El anciano del bastón ya no estaba allí y las gaviotas habían levantado el vuelo, asustadas por el motor de la barca.
¿Qué estaba pasando? ¿Qué demonios hacia la lancha dirigiéndose hacia la costa? ¿Quién le estaría esperando?
Marco sintió un profundo escalofrío, que le erizó el vello del cuello. Quizás hubiera sido testigo de una operación prohibida, de algo ilegal, que nunca debería haber presenciado desde lejos.
De súbito, un miedo irracional le dominó. Empezó a sudar por la espalda y a respirar con dificultad. Por más que lo intentaba, no se podía quitar de la cabeza la imagen del barco y del anciano que vigilaba la bahía con detenimiento.
¿Quién sería? ¿A qué había acudido a la playa? ¿Y, sobre todo, qué estaba sucediendo en la bahía?
Varías gotas de lluvia golpearon al muchacho en el rostro y se escurrieron despacio hacia sus labios. Al lamerlas, descubrió con desagrado que eran saladas y que tenían el mismo sabor que las lágrimas.
Cuando la lancha desapareció tras unas rocas, en las proximidades del faro, el muchacho emprendió por fin el regreso a casa. Caminaba deprisa, sin adentrarse en el mar, como si le estuviera persiguiendo una sombra extraña.
Lo único que deseaba con todo el alma es que el viejo del bastón, absorto en las maniobras de los barcos, no se hubiera fijado en su cara.
Mucho misterio, personajes interesantes, paisaje, estilo cuidado. Me encanta. La historia promete. Adelante, Miguel.
ResponderEliminarGracias por los ánimos, César.
ResponderEliminarÚnicamente espero que esta novela no sea sólo un intento más, sino que llegue felizmente a su término.