domingo, 31 de octubre de 2010

OJOS DE CENIZA

(Inicio de una novela, que se quedó en cuento)


-¿Adónde vas?- le preguntó Mariana por sorpresa.

Gerardo, su hermano mayor, guardó algo debajo de la ropa y se detuvo con precipitación en el umbral de la puerta. A pesar de la penumbra que le rodeaba, reconoció dos pupilas nerviosas que le observaban. Estaban temblorosas, agitadas caprichosamente por las sombras.

-No te preocupes, sólo voy a dar una vuelta.

Mariana no le creyó. Últimamente, desde que se juntaba con esos chicos y salía de casa a escondidas, nunca lo hacía.

-Vas con ellos, ¿verdad?

-Cállate, no te metas en mis cosas.

Malhumorado, el hermano mayor se dio la vuelta y siguió su camino hacia la calle. Vestía una camiseta amplia de color claro, zapatillas blancas sin cordones y un pantalón de chándal con las perneras arrastrando por el suelo. Aunque era de noche, llevaba puesta una gorra en la cabeza.

Al levantar la mano para girar el picaporte, se le cayó el objeto que llevaba escondido debajo de la ropa. Era de metal, bastante pesado, y resonó en la noche igual que un trueno malsano.

Aunque no podía ver bien de lo que se trataba, Mariana tuvo una oscura intuición. Parecía un arma de fuego. Sí, una pistola. Como las que llevaban ellos, los pandilleros, los chicos con los que últimamente se juntaba.

-Tú no has visto nada, ¿entiendes? – le amenazó su hermano, levantando la voz.

Mariana no se atrevió a rechistar. Sobraban las palabras. Todas las cartas ahora estaban puestas boca arriba. De nada servía negarlas, ir en contra de ellas.

Entretanto, el hermano recogió rápidamente la pistola del suelo y salió de la vivienda cerrando la puerta contrariado. Todavía amedrentada, Mariana corrió a una ventana cercana, cubierta con visillos, y se puso a espiarle a través de los cristales salpicados de polvo.

En medio de la oscuridad le vio caminar deprisa, solo, como un perro abandonado. Sintió lástima por él, pero a la vez un profundo y doloroso malestar. Durante años había considerado a su hermano mayor como un ejemplo, como un ídolo al que adorar, como un modelo a seguir. Pero ahora...

No le reconocía. ¿Qué había ocurrido?

Su imagen se había difuminado como los colores de una desgastada fotografía. De la noche a la mañana, sin que apenas nadie se hubiera dado cuenta, se había convertido en otro hombre, en un chico sombrío y taciturno, amante del peligro.

Al final de la avenida, al lado de una farola de luz mortecina, le esperaba un destartalado coche con los faros encendidos. Dentro de él había un grupo de jóvenes, dando sonoras carcajadas.

Su hermano se subió al vehículo con determinación, sin mirar en ningún momento hacia atrás. Saludó a sus amigos con la mano izquierda, realizando unos gestos rituales con los puños, y luego sentó en el único asiento que quedaba vacío. Uno de sus amigos intentó arrancar el motor, pero no le dio tiempo a ponerlo en marcha.

De improviso, apareció otro coche de color blanco, recorriendo la avenida a toda velocidad. Llevaba las ventanillas bajadas, aunque hacía bastante frío, y se dirigía hacia ellos como un ciego kamikaze. Iba pilotado por otro pandillero, acompañado de otros chicos de no más de 20 años, pero pertenecientes a una banda rival.

En medio de la noche sonaron varios disparos, que taladraron la chapa metálica del vehículo igual que un barril oxidado. Los que estaban dentro del auto apenas pudieron defenderse. Únicamente les dio tiempo a esconder la cabeza entre los desgastados asientos y tirar las latas de cerveza al suelo. Habían caído en una emboscada, en una trampa calculada, pero ninguno fue capaz de reaccionar como un valiente.

Desde el interior de la casa, Mariana contempló toda la escena sobrecogida. Un violento grito brotó de su garganta, pero se tapó la boca con las dos manos para que nadie lo pudiera escuchar desde fuera de la casa.

Estaba asustada, temblando compulsivamente, congelada por el miedo.

Casi al mismo tiempo, su hermano salió del coche. Estaba herido y se tambaleaba como si acabara de salir de un naufragio de sangre. Luego avanzó unos cuantos pasos hacia delante, sin rumbo fijo, y se desplomó bruscamente en el asfalto.

El coche de color blanco desapareció por el fondo de la avenida. En las viviendas cercanas se encendieron varias luces, aunque nadie se atrevió a asomarse por la ventana. Una estridente sirena, tal vez de la policía, se escuchó a lo lejos.

Mariana se apartó del cristal polvoriento y permaneció unos segundos contra la pared de ladrillos. Notó una fuerte presión en la boca del estómago, como si le acabaran de dar una patada.

-¡Mamá!- se atrevió finalmente a chillar.

Su madre, que también había escuchado los estallidos de las pistolas, encendió de inmediato la luz del dormitorio y bajó las escaleras de madera corriendo, muy preocupada, poniéndose una fina bata sobre los hombros.

-¿Qué ha pasado?- preguntó al ver a su hija pálida y todavía despierta a esas horas.

-¡Le han disparado! – exclamó entre lágrimas.

-¿A quién? – volvió a preguntar la madre, sin comprender del todo lo que ocurría.

-¡A Gerardo! - confesó la muchacha descorriendo el visillo- ¡A mi hermano!

La madre se puso tensa y se asomó por el cristal con la respiración agitada. Al ver el cuerpo de su hijo sobre la carretera, notó que el pecho se le desgarraba en dos mitades asimétricas. De forma instintiva, se alejó de la ventana y corrió hacia la puerta de la casa para salir en ayuda de su hijo.

Mariana la siguió temerosa, a cierta distancia, como una tímida mascota que no se atreve a molestar demasiado a su amo.

Mientras tanto, su hermano continuaba tumbado en la carretera, agarrándose con desesperación una pierna manchada de sangre oscura y espesa. Sus desesperados lamentos parecían los de un lobo abatido por un cazador furtivo.

Los demás miembros de la pandilla habían desaparecido en desorden, poniéndose a la fuga, como una manada en estampida. El coche estaba abandonado en medio de la calle, con las puertas abiertas y una rueda pinchada.

La madre se arrodilló al lado de su hijo. La grava suelta de la calzada se le clavaba en las rodillas, adoptando la forma de puntiagudas espinas. Pero ella no se quejó. Quizás no se dio ni cuenta de las piedras.

Después la mujer sacó un pañuelo limpio de la bata, lo extendió en el aire imitando una diminuta bandera y lo colocó sobre la herida, haciendo presión con la mano para que no se desangrara.

A escasos metros de distancia, Mariana miraba todo desconcertada, sin atrever a moverse, superada por los acontecimientos.

La sirena de la policía sonaba ahora mucho más cerca, haciendo temblar los cristales de las casas. Pero Mariana sabía que era tarde, que de nada serviría que llegaran hasta el cuerpo tendido de su hermano.

Él tenía los ojos cansados, cubiertos de ceniza, como una hoguera que se apaga lentamente en la noche.


2 comentarios:

  1. Algún día se convertirá en novela. El texto se lo merece.

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  2. Puede que sí o puede que no. Nunca se sabe.
    Por ahora, tengo bastante con la que estoy escribiendo.
    Cuando la acabe, ya veré en qué nuevo lío me meto.
    Por cierto, el texto es bastante tópico. Puede que, por eso, se me secaron las ganas de continuarlo.

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