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miércoles, 16 de mayo de 2012

HISTORIA DE ALMA (4)


      Aquella misma tarde, sin esperar más tiempo, fui al descampado en busca de la chica.
               No podía estarme quieto en casa y, mucho menos,  quedarme echado en la cama sin hacer nada, mientras ella estaba deambulando sola por el barrio. No se lo dije a nadie, ni siquiera a mi hermano. Era mi secreto, mi pequeño tesoro que mimaba a escondidas.
            Al salir de casa, mientras bajaba la solitaria escalera de vecinos, tenía claro mi objetivo: vigilar los alrededores de la vieja factoría de ladrillos e intentar descubrir a la muchacha entrando o saliendo de las ruinas. Sin embargo, no me atreví a entrar en el complejo de la fábrica. Tenía miedo. Todavía recordaba la persecución de los perros, los rápidos movimientos de sus patas, sus salvajes ladridos a mis espaldas. Me había salvado por poco la otra vez, gracias al silbido del guardia, pero no estaba dispuesto a que la escena se repitiera. En realidad, esa tarde sólo quería asegurarme de que la muchacha vivía entre los muros de la fábrica, quizás escondida en una sala del sótano, con las paredes llenas de manchas y cartones esparcidos por el suelo.
            Durante un buen rato, mientras el sol se marchitaba a lo lejos como una flor de fuego, estuve dando vueltas por los montones de escombros, recubiertos de pedruscos y de maleza reseca. Los primeros brotes de hierba empezaban a romper el suelo castigado por las heladas y el terreno arcilloso estaba muy resbaladizo. No había nadie en los descampados, salvo algún paseante ocioso, con una pequeña radio en la mano, que no se salía nunca de los caminos marcados. En cualquier momento, temía que apareciera el guarda con sus feroces perros. Tenía el corazón encogido, pero continuaba andando por los alrededores de la fábrica, sin atreverme nunca a detenerme.  
            Pronto me empezaron a doler las piernas, sobre todo a la altura de las rodillas. Era un dolor agudo y continuo, como si alguien me estuviera clavando por dentro alfileres puntiagudos. De tanto subir y bajar los montículos de arena, tenía los pantalones y las deportivas manchados de un barro pegajoso. Hacía mucho frío, a pesar de que se acercaba la primavera. El viento procedente de la sierra, cubierta de nieve en las cumbres, me azotaba la cara con un látigo  invisible. Necesitaba buscar un refugio, que me protegiera del aire helado y  me permitiera a la vez vigilar los alrededores de la vieja fábrica.
            Además, las manos se me estaban quedando congeladas y los dedos de los pies  apenas los sentía. Decidí subir a la “montaña”, el cerro más alto de los alrededores. En su cima había una pequeña construcción de ladrillo. Una especie de cabaña, con el tejado hundido y las ventanas de madera arrancadas de cuajo. Sin duda, era el mejor sitio para cobijarme. Sólo esperaba que el guardia de la Cerámica no hubiera decidido hacer lo mismo.
            Mientras me acercaba a la falda del cerro, pensaba en lo ocurrido por la mañana en las escaleras del mercado. Cuando le devolví la moneda de cien pesetas a mi madre, me miró con cara de asombro. Aunque sabía perfectamente que era su hijo, no me reconocía en aquel muchacho valiente, que se había enfrentado al vigilante para defender a una chica que no conocía de nada.
             ¿Qué me había pasado? ¿De dónde había sacado el valor?… Ni yo mismo lo sabía.
            Recuerdo que cuando llegué a su lado, mi madre se despidió de la vecina con la que charlaba, recogió la moneda que me ardía en mi mano y se la guardó en el pequeño monedero, que llevaba siempre escondido en la falda. Estaba enojada y sus ojos despedían fuego.
            -¡Ya te vale! – me dijo, de forma lacónica.
            Abochornado, recogí el carro de la compra y empecé a andar cabizbajo detrás de ella, esperando no encontrarme con el guardia del mercado. Gracias a Dios, no volví a verlo ese día. Mientras recorría los estrechos pasillos arrastrando el carro de la compra, parecía que la tierra se lo hubiera tragado. Lo mismo que ocurría con la chica. No lo soportaba. Era superior a mis fuerzas.    Por eso decidí ir a buscarla por esa misma tarde.
            Mientras ascendía la cuesta del cerro, me escurrí varias veces y empecé a cojear con la pierna derecha. Aunque el camino de subida era ancho y estaba bien trazado, tenía que andar muy despacio ya que había un profundo cortado a cada lado. Era mejor no mirarlos, sobre todo si se padecía de vértigo. A mitad de la rampa, me tuve que detener para tomar un poco de aire. Había ganado bastante altura y mis ojos se encontraban al mismo nivel que los tejados de las casas, sembrados de antenas de televisión que se movían con el viento. El sol se hundía en el horizonte, manchando las nubes de sangre. Una fuerte ráfaga de aire me hizo tambalearme en el sitio. Miré a la cumbre y calculé lo que me faltaba. Solo unos pocos metros, veinte o treinta como mucho. Seguí caminando con mucho cuidado, aunque estaba deseando alcanzar cuanto antes la caseta derruida.
            Desde la cima, las vistas de la ciudad eran espectaculares. Las naves industriales, que formaban el complejo de la fábrica de ladrillos, parecían las diminutas casas de un belén. La alargada chimenea destacaba en el centro como un gigantesco cigarrillo, del que ya no salía más humo negro. Hundida en un valle de sombra, la ciudad se extendía sin límites por la llanura, formando una inmensa mancha luminosa hasta el horizonte. Con total claridad, se distinguían las grandes avenidas que se adentraban hacia el centro, por las que circulan coches de juguete. A lo lejos, la silueta azulada de las montañas simulaba un vasto decorado de teatro, por donde el sol desaparecía sin hacer ruido. Una bandada de patos salvajes se dirigía volando hacia el Norte. Iban en formación, como una escuadra de aviones, dibujando en el aire una enorme flecha negra que acariciaba las nubes.
            El viento volvió a golpearme en la cara, echándome el pelo hacia atrás.  Muerto de frío, me refugié entre las ruinas de la caseta. Al entrar en ella, noté un olor malsano, que provenía de las esquinas del fondo. El suelo estaba lleno de cascotes sueltos y de cristales rotos, pero al menos había algunas grandes piedras para sentarse. Me resguardé detrás de un muro cubierto de pintadas y me asomé por una ventana, con la intención de seguir vigilando los alrededores de la fábrica. Se estaba haciendo de noche y la vieja Cerámica iba quedando lentamente envuelta por la penumbra. De pronto, se encendieron algunas farolas en su fachada, que desprendían una luz blanca y mortecina. Desde mi improvisaba garita, lo veía todo en miniatura.
            Pasados unos minutos, cuando estaba aburrido y a punto de marcharme, vi aparecer una sombra que se movía furtivamente justo debajo del cerro. Era el cuerpo de una persona, que se dirigía precipitadamente hacia la Cerámica. Sin poder evitarlo, me puse en tensión. La sombra parecía llevar algo en la mano, quizás una mochila o una bolsa de plástico. Desde donde estaba, no lo podía distinguir muy bien. Sin embargo, de lo que sí estaba seguro es que caminaba dando grandes zancadas, moviendo mucho los brazos, como si tuviera prisa o le persiguiera alguien.
            Me puse de pie y los músculos de mi espalda se pusieron rígidos. Una sirena de alarma se había encendido en mi cerebro. El momento decisivo había llegado, no lo podía desaprovechar una vez más. Sin pensármelo dos veces, salí corriendo de la caseta derruida, sin darme cuenta de que había oscurecido bastante. Me desorienté y a punto estuve de precipitarme por el barranco, que tenía más de treinta metros de altura. Milagrosamente, una roca colocada al borde del abismo impidió que me cayera.
            Volví a mirar hacia el cortado, intentado no perder la sombra que se movía a lo lejos como un escurridizo insecto. Dudaba de que fuera la chica, pero tenía que comprobarlo. No perdía nada con ello. Bajé la empinada cuesta del cerro casi a oscuras. Me dolía la rodilla derecha, cojeaba a cada paso, pero no podía detenerme a causa de la inercia de la carrera. Cada vez iba más deprisa, moviendo a toda velocidad las piernas, como la rueda de una bicicleta a la que se le ha salido la cadena. El suelo estaba mojado y resbaladizo. Temía tropezarme, caerme por el barranco. Estiré los brazos para equilíbrame y conseguí disminuir la velocidad de mis pies. Al llegar a la última curva, di un gran salto y aterricé en la base arenosa del cerro. Puse las manos en la tierra, húmeda y fría como la piel de un sapo, y continué corriendo hacia la sombra.
            Al principio, temí perderla. Aunque la distancia que nos separaba no era considerable, los montones de escombros y la oscuridad que me rodeaba me entorpecían el camino. Menos mal que me conocía el cerro de memoria e improvisé un atajo por las pequeñas vaguadas atestadas de escoria. Rápidamente, recuperé el terreno perdido y me puse casi a la altura de la sombra. Ella no me vio. Caminaba siempre de frente, sin variar nunca el rumbo, en línea recta hacia la fábrica de ladrillos. Estaba a punto de alcanzar la explanada, que conducía a los primeros edificios.
            De forma irracional, grité con todas mis fuerzas. Fue un alarido desesperado, para llamar su atención. No quería que la sombra se adentrara en el recinto de la Cerámica. Quería que se detuviera y que hablara unos minutos conmigo. Deseaba saber cómo se llamaba, qué hacía por el barrio, de dónde había salido…
            Sin embargo, cuando la sombra giró la cabeza en mitad de la penumbra, me llevé una desagradable sorpresa. Quien me miraba a los ojos no era la chica que yo había imaginado, sino un joven de veinte años, delgado y con la cara demacrada… Un yonki del barrio.
            Durante unos segundos, me quedé mirándolo desconcertado. El drogadicto se tambaleaba en el sitio como una frágil rama agitada por el viento. Su mirada era vidriosa y brillaba igual que una perla sucia en la distancia. Estaba nervioso y no dejaba de mover la bolsa de plástico que llevaba apretada en la mano. De pronto, como un conejo asustado, echó a correr hacia la fábrica de ladrillos. Debió de confundirme con el guardia de los perros o con algún policía que quisiera retenerle. Su mente producía alucinaciones, sueños falsos, que morían en la punta de una jeringuilla que atravesaba  su  piel cada día.
            Mientras la noche me envolvía con su manto negro, me sentí muy solo en medio del descampado. El frio había traspasado mi ropa y se había alojado en lo más recóndito de mis huesos. Pero era un frío distinto, demasiado triste, que dejaba en mi boca un sabor sucio de derrota.
            Aunque apenas conocía a esa chica, lamentablemente la había vuelto a perder. Quizás se había marchado del barrio, y no volvería a verla más.







martes, 8 de mayo de 2012

HISTORIA DE ALMA (2)


            La primera vez que vi a Alma fue en el descampado a las afueras del barrio, muy cerca de la vieja Cerámica de ladrillos.
            Fue un domingo de invierno, bastante nublado y frío, a la hora de la siesta. Como otras veces, había quedado allí con mis amigos para jugar al fútbol. Sin embargo, al alcanzar la explanada de tierra, descubrí con desilusión que ninguno de ellos había llegado todavía. Ni Juanjo con el balón de reglamento, ni los demás con el chándal o las zapatillas deportivas. Mientras los esperaba, me puse a dar vueltas por los cerros cubiertos de hierbajos y de maleza. Necesitaba calentarme los pies y, de paso, que la espera se me hiciera lo más corta posible.
             Subido a uno de los montones de arena, apenas noté nada extraño en los alrededores. El cerro estaba en calma, dormido en un sueño profundo, quizás excesivamente silencioso. Nadie atravesaba el descampado a esas horas y solo algún coche cruzaba de vez en cuando por la carretera que se divisaba a lo lejos. Sin embargo, al poco de estar deambulando por los montículos de tierra, me llamó mucho la atención una mancha negra, como una sombra chinesca, que se movía despacio en la distancia, cerca de la vieja fábrica de ladrillos. Parecía una chica, un poco mayor que yo, cargada con una mochila en la espalda.
            ¿Qué hacía sola por allí? ¿Es que no sabía que había un guarda con perros vigilando las ruinas de La cerámica?
            Con sigilo, igual que un espía acecha desde lejos a su enemigo, fui detrás de ella. Para que no me descubriera, iba encorvado, moviéndome lentamente entre los montones de escombros.  Aunque sabía que el guarda de La Cerámica podía aparecer en cualquier momento, la curiosidad me empujaba a seguir a la chica. Intentaba no pensar mucho en los perros, sin raza y con dientes afilados, pero no siempre lo conseguía…  ¡Les tenía pánico!
            Según iba acercándome a la fábrica, el miedo se fue apoderando de mi cuerpo. Primero se pusieron tirantes los músculos del cuello y luego la tensión se propagó rápidamente por la espalda como las poderosas raíces de un árbol. Comencé a respirar más deprisa, como si me faltase aire. Tragué saliva varias veces, escupí en el suelo para darme ánimo, pero en ningún  momento perdí de vista a la muchacha.
            Ella, en cambio, parecía tranquila. Observaba el viejo edificio sin prisa, como una turista contempla una ruina desmoronada. Estaba claro que la muchacha no era del barrio y que era la primera vez que contemplaba la fábrica de ladrillos, con sus enormes naves industriales y su chimenea alzándose hacia el cielo igual que una inmensa columna. Sin embargo, no era consciente del peligro que corría. El guarda era  mala persona. Tenía muy mal genio y soltaba los perros sin miramientos, a la primera de cambio. No era la primera vez que sucedía.
            Detrás de un muro de hormigón, derribado en el suelo como un gigantesco esqueleto de dinosaurio, pude observarla más de cerca. Su silueta era esbelta y elegante, similar a la de una libélula. Iba vestida con una cazadora de cuero desgastada y unos pantalones vaqueros ceñidos a la cintura. En la espalda portaba una mochila deportiva, de la que sobresalía una flauta de madera. En los pies calzaba unos botines de marca, pero con las puntas rozadas y cubiertas de polvo. Se notaba que llevaba varios días sin limpiárselos, seguramente a causa de caminar sin rumbo de un lado para otro.
            Al darse la vuelta, vi por primera vez su cara. Tenía el pelo liso y moreno, cortado a la altura de los hombros como un chico. Sus ojos eran  negros y brillantes como el caparazón de un escarabajo. No iba maquillada y sus labios carnosos apenas dejaban entrever sus dientes levemente torcidos. Pero lo que más me llamó la atención de ella fue el pendiente, un diminuto rubí rojo que adornaba el lóbulo de su nariz. En las orejas, sin embargo, no llevaba ningún adorno, quizás como un gesto de rebeldía.
            Durante unos segundos, temí que la chica me hubiera descubierto. Me escondí mejor detrás del muro que me protegía y crucé los dedos esperando que hubiera suerte. Ella, sin embargo, giró la cabeza de nuevo y volvió a contemplar despacio la fachada de la vieja fábrica, cubierta de un fino polvo rojizo. Después dio varios pasos hacia delante y se encaminó despacio hacia el enorme portalón de la entrada. La muchacha empujó varias veces una de las hojas de madera, con la pintura descascarillada, pero no consiguió abrirla. Un cerrojo de grandes dimensiones se lo impedía. Con las dos manos, intentó moverlo de un lado a otro. El hierro oxidado cedió unos pocos centímetros, emitiendo un ruido estridente, pero rápidamente se quedó atrancado. La puerta maciza se resistía a abrirse, como una muralla infranqueable.
            Cansada de dar tirones inútiles, la muchacha se alejó del portalón de madera y comenzó a caminar por los alrededores de la fábrica, buscando otro sitio mejor por donde adentrarse en el edificio. Probó con algunas ventanas de la primera planta, pero las gruesas verjas de hierro estaban bien ancladas a la pared de ladrillos. Luego intentó abrir una puerta lateral, por donde apenas cabía una persona, pero también estaba cerrada con un grueso candado.
            Desde mi escondite, veía alejarse a la muchacha. Para poder seguirla, tuve que moverme con cuidado unos metros, intentando no ser descubierto. Me enganché el pantalón con un hierro, tropecé con un cascote de cemento y a punto estuve de caerme al suelo. Menos mal que la mochila, que llevaba colgada en la espalda, me servía de guía.
            De pronto, ella se detuvo delante de un pequeño ventanuco, que daba al sótano de la fábrica. No tenía rejas de hierro y los marcos de madera estaban arrancados de sus goznes. La muchacha se agachó, apoyando su rodilla izquierda en la tierra húmeda, y miró por el agujero que se abría en el muro como  un pequeño bostezo.  Luego vi cómo se quitaba la mochila de la espalda e introducía la cabeza por el hueco de la pared. En unos pocos segundos, como si se tratase de un fantasma, desapareció por completo de mi vista.
            No debía perder tiempo. No me quedaba más remedio que salir de mi escondite e ir detrás de ella igual que un galgo persiguiendo a su presa. Me puse de pie y eché a correr. No había mucha distancia entre nosotros, pero sí la suficiente para perderla de vista, quizás para siempre. El interior de la vieja fábrica era un laberinto, lleno de salas vacías y de pasadizos estrechos donde era muy fácil extraviarse. Además, apenas había luz dentro y yo no había traído ninguna linterna conmigo para orientarme. Tenía que darme prisa para no perderla.
            Justo en ese momento, escuché el primer ladrido de los perros a mis espaldas. Era ronco y áspero, como el cuerno que anuncia una cacería. Sin poder evitarlo, sentí una descarga eléctrica en el cuello, que me erizó el vello de la nuca. Miré hacia donde procedía el aullido, cerca de los ladrillos almacenados al aire libre, y vi al guarda rodeado de sus sabuesos. El anciano avanzaba cojeando, dando grandes zancadas, ayudado de un gruesa garrota. A su alrededor, los animales no dejaban de moverse excitados, mientras ladraban cada vez con más fuerza.
            Yo me detuve de golpe. Sin apenas tiempo, tenía que elegir entre seguir a la chica dentro de la fábrica o salir huyendo hacia las primeras casas del barrio. Miré el cielo nublado, buscando una señal que me orientase. Sin embargo, mis piernas decidieron antes por mí. Se movieron solas, alejándose de la Cerámica, empujadas por el miedo. Me estaba comportando como un cobarde, lo sabía, pero no había nacido con madera de héroe.
            Fue entonces cuando el  viejo guarda soltó los perros de la cadena. Eran tres ejemplares sin raza, de distinto tamaño y color, pero con la misma mirada asesina grabada en los ojos. Al sentirse liberados, los animales emprendieron una veloz carrera hacia mí. Los músculos de sus piernas se tensaron, imitando las cuerdas de un arco. Tenían una presa a su alcance y se dirigían hacia ella a toda velocidad, como si les fuera la vida en ello.
            Mientras tanto, yo corría con el corazón desbocado. Cada vez que respiraba, sentía una ola de fuego abrasándome la garganta y el pecho. Salté un montón de arena, me escurrí al bajar un terraplén, me torcí un tobillo al pisar un trozo de ladrillo, pero no me detuve en ningún momento. No podía. Los perros eran mucho más rápidos que yo y estaban aproximándose deprisa. Noté su respiración y sus gruñidos a escasos metros de distancia. Angustiado, miré hacia los bloques de casas, deseando llegar a ellas cuanto antes. Mientras corría al límite, busqué un palo o cualquier otro objeto que me sirviera para defenderme. No lo encontré. Si todo seguía igual, en pocos segundos los perros me darían caza y tendría que luchar con ellos cuerpo a cuerpo.
            De pronto, escuché un potente silbido, agudo y prolongado como el de un pastor. Procedía del guarda de la Cerámica, que desde lejos acababa de dar una orden a sus perros. Los animales se detuvieron al instante, en lo más alto de un montón de escombros. No dejaban de ladrar rabiosos y de respirar jadeantes. Se les notaba tensos, enojados con su dueño, con deseos de morderme. Sin embargo, como disciplinados soldados, no se movieron de sus puestos. La cacería había concluido. Habían conseguido expulsar al intruso del recinto de la fábrica y el guarda, desde la distancia, parecía sentirse satisfecho.
            De todas las formas, yo no dejé de correr después de oír el fuerte silbido. Me dolían las piernas a la altura de los muslos, pero me aguantaba el dolor mordiéndome los labios. Estaba agotado y una gota de sudor, del tamaño de una lágrima, se escurrió por mi mejilla muy despacio. Solo cuando pude pisar el asfalto de la carretera, que servía de pórtico de entrada a las primeras casas del barrio, me sentí a salvo. Al detenerme, creí que el corazón se me iba a salir por la boca como una pelota de goma. Tosí varias veces, tuve varias arcadas, hasta que lentamente empecé a respirar con normalidad. Nunca había corrido tanto en mi vida, ni siquiera durante las clases de Gimnasia en el patio del colegio.
            Por última vez, miré la vieja fábrica de ladrillos, cuya chimenea se alzaba a lo lejos como un inhiesto mástil que quisiera acariciar el cielo. Pensé en la muchacha morena que había visto hacía unos minutos, en su melena corta igual que un chico, en sus ojos negros y profundos, en su figura flexible como un junco…
             ¿Estaría solo de paso? ¿Se quedaría a vivir en la Cerámica? ¿La descubría el guarda con sus perros?
             Aunque también – pensé, desilusionado – podía ser que no la volvería a ver  jamás.