Aquella misma tarde, sin
esperar más tiempo, fui al descampado en busca de la chica.
No podía estarme quieto en casa y, mucho
menos, quedarme echado en la cama sin
hacer nada, mientras ella estaba deambulando sola por el barrio. No se lo dije
a nadie, ni siquiera a mi hermano. Era mi secreto, mi pequeño tesoro que mimaba
a escondidas.
Al salir de casa, mientras bajaba la
solitaria escalera de vecinos, tenía claro mi objetivo: vigilar los alrededores
de la vieja factoría de ladrillos e intentar descubrir a la muchacha entrando o
saliendo de las ruinas. Sin embargo, no me atreví a entrar en el complejo de la
fábrica. Tenía miedo. Todavía recordaba la persecución de los perros, los
rápidos movimientos de sus patas, sus salvajes ladridos a mis espaldas. Me
había salvado por poco la otra vez, gracias al silbido del guardia, pero no
estaba dispuesto a que la escena se repitiera. En realidad, esa tarde sólo
quería asegurarme de que la muchacha vivía entre los muros de la fábrica,
quizás escondida en una sala del sótano, con las paredes llenas de manchas y cartones
esparcidos por el suelo.
Durante un buen rato, mientras el
sol se marchitaba a lo lejos como una flor de fuego, estuve dando vueltas por
los montones de escombros, recubiertos de pedruscos y de maleza reseca. Los
primeros brotes de hierba empezaban a romper el suelo castigado por las heladas
y el terreno arcilloso estaba muy resbaladizo. No había nadie en los
descampados, salvo algún paseante ocioso, con una pequeña radio en la mano, que
no se salía nunca de los caminos marcados. En cualquier momento, temía que
apareciera el guarda con sus feroces perros. Tenía el corazón encogido, pero
continuaba andando por los alrededores de la fábrica, sin atreverme nunca a
detenerme.
Pronto me empezaron a doler las
piernas, sobre todo a la altura de las rodillas. Era un dolor agudo y continuo,
como si alguien me estuviera clavando por dentro alfileres puntiagudos. De
tanto subir y bajar los montículos de arena, tenía los pantalones y las
deportivas manchados de un barro pegajoso. Hacía mucho frío, a pesar de que se
acercaba la primavera. El viento procedente de la sierra, cubierta de nieve en
las cumbres, me azotaba la cara con un látigo invisible. Necesitaba buscar un refugio, que
me protegiera del aire helado y me
permitiera a la vez vigilar los alrededores de la vieja fábrica.
Además, las manos se me estaban quedando
congeladas y los dedos de los pies apenas
los sentía. Decidí subir a la “montaña”, el cerro más alto de los alrededores.
En su cima había una pequeña construcción de ladrillo. Una especie de cabaña,
con el tejado hundido y las ventanas de madera arrancadas de cuajo. Sin duda,
era el mejor sitio para cobijarme. Sólo esperaba que el guardia de la Cerámica no
hubiera decidido hacer lo mismo.
Mientras me acercaba a la falda del
cerro, pensaba en lo ocurrido por la mañana en las escaleras del mercado. Cuando
le devolví la moneda de cien pesetas a mi madre, me miró con cara de asombro.
Aunque sabía perfectamente que era su hijo, no me reconocía en aquel muchacho valiente,
que se había enfrentado al vigilante para defender a una chica que no conocía
de nada.
¿Qué me había pasado? ¿De dónde había sacado
el valor?… Ni yo mismo lo sabía.
Recuerdo que cuando llegué a su lado,
mi madre se despidió de la vecina con la que charlaba, recogió la moneda que me
ardía en mi mano y se la guardó en el pequeño monedero, que llevaba siempre escondido
en la falda. Estaba enojada y sus ojos despedían fuego.
-¡Ya te vale! – me dijo, de forma
lacónica.
Abochornado, recogí el carro de la
compra y empecé a andar cabizbajo detrás de ella, esperando no encontrarme con
el guardia del mercado. Gracias a Dios, no volví a verlo ese día. Mientras
recorría los estrechos pasillos arrastrando el carro de la compra, parecía que
la tierra se lo hubiera tragado. Lo mismo que ocurría con la chica. No lo
soportaba. Era superior a mis fuerzas. Por
eso decidí ir a buscarla por esa misma tarde.
Mientras ascendía la cuesta del
cerro, me escurrí varias veces y empecé a cojear con la pierna derecha. Aunque
el camino de subida era ancho y estaba bien trazado, tenía que andar muy
despacio ya que había un profundo cortado a cada lado. Era mejor no mirarlos,
sobre todo si se padecía de vértigo. A mitad de la rampa, me tuve que detener para
tomar un poco de aire. Había ganado bastante altura y mis ojos se encontraban
al mismo nivel que los tejados de las casas, sembrados de antenas de televisión
que se movían con el viento. El sol se hundía en el horizonte, manchando las
nubes de sangre. Una fuerte ráfaga de aire me hizo tambalearme en el sitio.
Miré a la cumbre y calculé lo que me faltaba. Solo unos pocos metros, veinte o
treinta como mucho. Seguí caminando con mucho cuidado, aunque estaba deseando
alcanzar cuanto antes la caseta derruida.
Desde la cima, las vistas de la
ciudad eran espectaculares. Las naves industriales, que formaban el complejo de
la fábrica de ladrillos, parecían las diminutas casas de un belén. La alargada
chimenea destacaba en el centro como un gigantesco cigarrillo, del que ya no
salía más humo negro. Hundida en un valle de sombra, la ciudad se extendía sin
límites por la llanura, formando una inmensa mancha luminosa hasta el
horizonte. Con total claridad, se distinguían las grandes avenidas que se
adentraban hacia el centro, por las que circulan coches de juguete. A lo lejos,
la silueta azulada de las montañas simulaba un vasto decorado de teatro, por
donde el sol desaparecía sin hacer ruido. Una bandada de patos salvajes se
dirigía volando hacia el Norte. Iban en formación, como una escuadra de aviones,
dibujando en el aire una enorme flecha negra que acariciaba las nubes.
El viento volvió a golpearme en la
cara, echándome el pelo hacia atrás. Muerto
de frío, me refugié entre las ruinas de la caseta. Al entrar en ella, noté un
olor malsano, que provenía de las esquinas del fondo. El suelo estaba lleno de
cascotes sueltos y de cristales rotos, pero al menos había algunas grandes piedras
para sentarse. Me resguardé detrás de un muro cubierto de pintadas y me asomé
por una ventana, con la intención de seguir vigilando los alrededores de la
fábrica. Se estaba haciendo de noche y la vieja Cerámica iba quedando lentamente
envuelta por la penumbra. De pronto, se encendieron algunas farolas en su
fachada, que desprendían una luz blanca y mortecina. Desde mi improvisaba
garita, lo veía todo en miniatura.
Pasados unos minutos, cuando estaba aburrido
y a punto de marcharme, vi aparecer una sombra que se movía furtivamente justo
debajo del cerro. Era el cuerpo de una persona, que se dirigía precipitadamente
hacia la Cerámica. Sin poder evitarlo, me puse en tensión. La sombra parecía
llevar algo en la mano, quizás una mochila o una bolsa de plástico. Desde donde
estaba, no lo podía distinguir muy bien. Sin embargo, de lo que sí estaba seguro
es que caminaba dando grandes zancadas, moviendo mucho los brazos, como si
tuviera prisa o le persiguiera alguien.
Me puse de pie y los músculos de mi
espalda se pusieron rígidos. Una sirena de alarma se había encendido en mi
cerebro. El momento decisivo había llegado, no lo podía desaprovechar una vez
más. Sin pensármelo dos veces, salí corriendo de la caseta derruida, sin darme
cuenta de que había oscurecido bastante. Me desorienté y a punto estuve de precipitarme
por el barranco, que tenía más de treinta metros de altura. Milagrosamente, una
roca colocada al borde del abismo impidió que me cayera.
Volví a mirar hacia el cortado, intentado
no perder la sombra que se movía a lo lejos como un escurridizo insecto. Dudaba
de que fuera la chica, pero tenía que comprobarlo. No perdía nada con ello. Bajé
la empinada cuesta del cerro casi a oscuras. Me dolía la rodilla derecha,
cojeaba a cada paso, pero no podía detenerme a causa de la inercia de la
carrera. Cada vez iba más deprisa, moviendo a toda velocidad las piernas, como
la rueda de una bicicleta a la que se le ha salido la cadena. El suelo estaba
mojado y resbaladizo. Temía tropezarme, caerme por el barranco. Estiré los
brazos para equilíbrame y conseguí disminuir la velocidad de mis pies. Al
llegar a la última curva, di un gran salto y aterricé en la base arenosa del
cerro. Puse las manos en la tierra, húmeda y fría como la piel de un sapo, y
continué corriendo hacia la sombra.
Al principio, temí perderla. Aunque
la distancia que nos separaba no era considerable, los montones de escombros y
la oscuridad que me rodeaba me entorpecían el camino. Menos mal que me conocía
el cerro de memoria e improvisé un atajo por las pequeñas vaguadas atestadas de
escoria. Rápidamente, recuperé el terreno perdido y me puse casi a la altura de
la sombra. Ella no me vio. Caminaba siempre de frente, sin variar nunca el
rumbo, en línea recta hacia la fábrica de ladrillos. Estaba a punto de alcanzar
la explanada, que conducía a los primeros edificios.
De forma irracional, grité con todas
mis fuerzas. Fue un alarido desesperado, para llamar su atención. No quería que
la sombra se adentrara en el recinto de la Cerámica. Quería que se detuviera y que
hablara unos minutos conmigo. Deseaba saber cómo se llamaba, qué hacía por el
barrio, de dónde había salido…
Sin embargo, cuando la sombra giró
la cabeza en mitad de la penumbra, me llevé una desagradable sorpresa. Quien me
miraba a los ojos no era la chica que yo había imaginado, sino un joven de veinte
años, delgado y con la cara demacrada… Un yonki
del barrio.
Durante unos segundos, me quedé
mirándolo desconcertado. El drogadicto se tambaleaba en el sitio como una frágil
rama agitada por el viento. Su mirada era vidriosa y brillaba igual que una
perla sucia en la distancia. Estaba nervioso y no dejaba de mover la bolsa de
plástico que llevaba apretada en la mano. De pronto, como un conejo asustado,
echó a correr hacia la fábrica de ladrillos. Debió de confundirme con el
guardia de los perros o con algún policía que quisiera retenerle. Su mente
producía alucinaciones, sueños falsos, que morían en la punta de una
jeringuilla que atravesaba su piel cada día.
Mientras la noche me envolvía con su
manto negro, me sentí muy solo en medio del descampado. El frio había
traspasado mi ropa y se había alojado en lo más recóndito de mis huesos. Pero
era un frío distinto, demasiado triste, que dejaba en mi boca un sabor sucio de
derrota.
Aunque apenas conocía a esa chica,
lamentablemente la había vuelto a perder. Quizás se había marchado del barrio,
y no volvería a verla más.
Como dije, va creciendo la historia. Me gusta. espero que pronto acabes la novela.
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