La primera vez que vi a Alma fue en
el descampado a las afueras del barrio, muy cerca de la vieja Cerámica de
ladrillos.
Fue un domingo de invierno, bastante
nublado y frío, a la hora de la siesta. Como otras veces, había quedado allí con mis amigos para
jugar al fútbol. Sin embargo, al alcanzar la explanada de tierra, descubrí con
desilusión que ninguno de ellos había llegado todavía. Ni Juanjo con el balón
de reglamento, ni los demás con el chándal o las zapatillas deportivas. Mientras
los esperaba, me puse a dar vueltas por los cerros cubiertos de hierbajos y de maleza.
Necesitaba calentarme los pies y, de paso, que la espera se me hiciera lo más
corta posible.
Subido a uno de los montones de arena, apenas noté
nada extraño en los alrededores. El cerro estaba en calma, dormido en un sueño
profundo, quizás excesivamente silencioso. Nadie atravesaba el descampado a
esas horas y solo algún coche cruzaba de vez en cuando por la carretera que se
divisaba a lo lejos. Sin embargo, al poco de estar deambulando por los
montículos de tierra, me llamó mucho la atención una mancha negra, como una
sombra chinesca, que se movía despacio en la distancia, cerca de la vieja fábrica
de ladrillos. Parecía una chica, un poco mayor que yo, cargada con una mochila
en la espalda.
¿Qué hacía sola por allí? ¿Es que no
sabía que había un guarda con perros vigilando las ruinas de La cerámica?
Con sigilo, igual que un espía
acecha desde lejos a su enemigo, fui detrás de ella. Para que no me descubriera,
iba encorvado, moviéndome lentamente entre los montones de escombros. Aunque sabía que el guarda de La Cerámica podía
aparecer en cualquier momento, la curiosidad me empujaba a seguir a la chica.
Intentaba no pensar mucho en los perros, sin raza y con dientes afilados, pero
no siempre lo conseguía… ¡Les tenía pánico!
Según iba acercándome a la fábrica,
el miedo se fue apoderando de mi cuerpo. Primero se pusieron tirantes los
músculos del cuello y luego la tensión se propagó rápidamente por la espalda
como las poderosas raíces de un árbol. Comencé a respirar más deprisa, como si
me faltase aire. Tragué saliva varias veces, escupí en el suelo para darme
ánimo, pero en ningún momento perdí de
vista a la muchacha.
Ella, en cambio, parecía tranquila.
Observaba el viejo edificio sin prisa, como una turista contempla una ruina
desmoronada. Estaba claro que la muchacha no era del barrio y que era la
primera vez que contemplaba la fábrica de ladrillos, con sus enormes naves
industriales y su chimenea alzándose hacia el cielo igual que una inmensa
columna. Sin embargo, no era consciente del peligro que corría. El guarda era mala persona. Tenía muy mal genio y soltaba
los perros sin miramientos, a la primera de cambio. No era la primera vez que
sucedía.
Detrás de un muro de hormigón, derribado
en el suelo como un gigantesco esqueleto de dinosaurio, pude observarla más de
cerca. Su silueta era esbelta y elegante, similar a la de una libélula. Iba
vestida con una cazadora de cuero desgastada y unos pantalones vaqueros ceñidos
a la cintura. En la espalda portaba una mochila deportiva, de la que sobresalía
una flauta de madera. En los pies calzaba unos botines de marca, pero con las
puntas rozadas y cubiertas de polvo. Se notaba que llevaba varios días sin
limpiárselos, seguramente a causa de caminar sin rumbo de un lado para otro.
Al darse la vuelta, vi por primera vez
su cara. Tenía el pelo liso y moreno, cortado a la altura de los hombros como
un chico. Sus ojos eran negros y
brillantes como el caparazón de un escarabajo. No iba maquillada y sus labios
carnosos apenas dejaban entrever sus dientes levemente torcidos. Pero lo que
más me llamó la atención de ella fue el pendiente, un diminuto rubí rojo que
adornaba el lóbulo de su nariz. En las orejas, sin embargo, no llevaba ningún
adorno, quizás como un gesto de rebeldía.
Durante unos segundos, temí que la
chica me hubiera descubierto. Me escondí mejor detrás del muro que me protegía
y crucé los dedos esperando que hubiera suerte. Ella, sin embargo, giró la
cabeza de nuevo y volvió a contemplar despacio la fachada de la vieja fábrica,
cubierta de un fino polvo rojizo. Después dio varios pasos hacia delante y se
encaminó despacio hacia el enorme portalón de la entrada. La muchacha empujó
varias veces una de las hojas de madera, con la pintura descascarillada, pero
no consiguió abrirla. Un cerrojo de grandes dimensiones se lo impedía. Con las
dos manos, intentó moverlo de un lado a otro. El hierro oxidado cedió unos
pocos centímetros, emitiendo un ruido estridente, pero rápidamente se quedó
atrancado. La puerta maciza se resistía a abrirse, como una muralla
infranqueable.
Cansada de dar tirones inútiles, la
muchacha se alejó del portalón de madera y comenzó a caminar por los
alrededores de la fábrica, buscando otro sitio mejor por donde adentrarse en el
edificio. Probó con algunas ventanas de la primera planta, pero las gruesas
verjas de hierro estaban bien ancladas a la pared de ladrillos. Luego intentó
abrir una puerta lateral, por donde apenas cabía una persona, pero también estaba
cerrada con un grueso candado.
Desde mi escondite, veía alejarse a
la muchacha. Para poder seguirla, tuve que moverme con cuidado unos metros,
intentando no ser descubierto. Me enganché el pantalón con un hierro, tropecé
con un cascote de cemento y a punto estuve de caerme al suelo. Menos mal que la
mochila, que llevaba colgada en la espalda, me servía de guía.
De pronto, ella se detuvo delante de
un pequeño ventanuco, que daba al sótano de la fábrica. No tenía rejas de
hierro y los marcos de madera estaban arrancados de sus goznes. La muchacha se
agachó, apoyando su rodilla izquierda en la tierra húmeda, y miró por el agujero
que se abría en el muro como un pequeño
bostezo. Luego vi cómo se quitaba la
mochila de la espalda e introducía la cabeza por el hueco de la pared. En unos
pocos segundos, como si se tratase de un fantasma, desapareció por completo de
mi vista.
No debía perder tiempo. No me
quedaba más remedio que salir de mi escondite e ir detrás de ella igual que un
galgo persiguiendo a su presa. Me puse de pie y eché a correr. No había mucha
distancia entre nosotros, pero sí la suficiente para perderla de vista, quizás
para siempre. El interior de la vieja fábrica era un laberinto, lleno de salas
vacías y de pasadizos estrechos donde era muy fácil extraviarse. Además, apenas
había luz dentro y yo no había traído ninguna linterna conmigo para orientarme.
Tenía que darme prisa para no perderla.
Justo en ese momento, escuché el
primer ladrido de los perros a mis espaldas. Era ronco y áspero, como el cuerno
que anuncia una cacería. Sin poder evitarlo, sentí una descarga eléctrica en el
cuello, que me erizó el vello de la nuca. Miré hacia donde procedía el aullido,
cerca de los ladrillos almacenados al aire libre, y vi al guarda rodeado de sus
sabuesos. El anciano avanzaba cojeando, dando grandes zancadas, ayudado de un
gruesa garrota. A su alrededor, los animales no dejaban de moverse excitados,
mientras ladraban cada vez con más fuerza.
Yo me detuve de golpe. Sin apenas
tiempo, tenía que elegir entre seguir a la chica dentro de la fábrica o salir
huyendo hacia las primeras casas del barrio. Miré el cielo nublado, buscando
una señal que me orientase. Sin embargo, mis piernas decidieron antes por mí.
Se movieron solas, alejándose de la Cerámica, empujadas por el miedo. Me estaba
comportando como un cobarde, lo sabía, pero no había nacido con madera de
héroe.
Fue entonces cuando el viejo guarda soltó los perros de la cadena.
Eran tres ejemplares sin raza, de distinto tamaño y color, pero con la misma
mirada asesina grabada en los ojos. Al sentirse liberados, los animales emprendieron
una veloz carrera hacia mí. Los músculos de sus piernas se tensaron, imitando
las cuerdas de un arco. Tenían una presa a su alcance y se dirigían hacia ella a
toda velocidad, como si les fuera la vida en ello.
Mientras tanto, yo corría con el
corazón desbocado. Cada vez que respiraba, sentía una ola de fuego abrasándome
la garganta y el pecho. Salté un montón de arena, me escurrí al bajar un
terraplén, me torcí un tobillo al pisar un trozo de ladrillo, pero no me detuve
en ningún momento. No podía. Los perros eran mucho más rápidos que yo y estaban
aproximándose deprisa. Noté su respiración y sus gruñidos a escasos metros de
distancia. Angustiado, miré hacia los bloques de casas, deseando llegar a ellas
cuanto antes. Mientras corría al límite, busqué un palo o cualquier otro objeto
que me sirviera para defenderme. No lo encontré. Si todo seguía igual, en pocos
segundos los perros me darían caza y tendría que luchar con ellos cuerpo a
cuerpo.
De pronto, escuché un potente
silbido, agudo y prolongado como el de un pastor. Procedía del guarda de la
Cerámica, que desde lejos acababa de dar una orden a sus perros. Los animales
se detuvieron al instante, en lo más alto de un montón de escombros. No dejaban
de ladrar rabiosos y de respirar jadeantes. Se les notaba tensos, enojados con
su dueño, con deseos de morderme. Sin embargo, como disciplinados soldados, no
se movieron de sus puestos. La cacería había concluido. Habían conseguido
expulsar al intruso del recinto de la fábrica y el guarda, desde la distancia,
parecía sentirse satisfecho.
De todas las formas, yo no dejé de
correr después de oír el fuerte silbido. Me dolían las piernas a la altura de
los muslos, pero me aguantaba el dolor mordiéndome los labios. Estaba agotado y
una gota de sudor, del tamaño de una lágrima, se escurrió por mi mejilla muy
despacio. Solo cuando pude pisar el asfalto de la carretera, que servía de
pórtico de entrada a las primeras casas del barrio, me sentí a salvo. Al detenerme,
creí que el corazón se me iba a salir por la boca como una pelota de goma. Tosí
varias veces, tuve varias arcadas, hasta que lentamente empecé a respirar con
normalidad. Nunca había corrido tanto en mi vida, ni siquiera durante las
clases de Gimnasia en el patio del colegio.
Por última vez, miré la vieja
fábrica de ladrillos, cuya chimenea se alzaba a lo lejos como un inhiesto
mástil que quisiera acariciar el cielo. Pensé en la muchacha morena que había
visto hacía unos minutos, en su melena corta igual que un chico, en sus ojos
negros y profundos, en su figura flexible como un junco…
¿Estaría solo de paso? ¿Se quedaría a vivir en
la Cerámica? ¿La descubría el guarda con sus perros?
Aunque también – pensé, desilusionado – podía ser
que no la volvería a ver jamás.
Mejora mucho el primer capítulo. Interesante, engancha, sientes la necesidad de seguir leyendo. Muy conseguido.
ResponderEliminarGracias, Julio.
ResponderEliminarDentro de poco más.