martes, 15 de mayo de 2012

HISTORIA DE ALMA (3)


     Sin embargo, no ocurrió así.
            A la semana siguiente, por casualidad, la volví a ver por segunda vez. No fue en la vieja fábrica de ladrillos, como sería lo esperable, sino en las escaleras del mercado del barrio un sábado por la mañana.
            Mi madre me había pedido que la acompañara a hacer la compra. Tenía que traer naranjas y patatas del puesto de frutas y no quería cargar con peso, ya que le dolía bastante la espalda ese día. Yo me resistí al principio como pude, poniendo la excusa de que debía estudiar para un examen de Matemáticas, pero finalmente acabé yendo con ella a regañadientes, arrastrando el carro  por la acera de adoquines.
            Justo al llegar a la entrada del mercado, donde las escaleras de granito se alzaban como las empinadas gradas de un estadio, mi madre se encontró con una vecina, que hacía mucho tiempo que no hablaba con ella. Era la madre de Óscar, un compañero del colegio al que odiaba desde que me pintó el abrigo. Mientras charlaban de sus cosas, yo esperaba aburrido a su lado, bostezando de vez en cuando, sin saber muy bien dónde descansar la mirada.  
            Mientras tanto, en las cercanas escaleras del mercado, no cesaba de subir y bajar gente cargada con cajas de cartón o con bolsas de plástico. Los escalones de piedra estaban llenos de papeles y el aire olía a verdura podrida.  De pronto, alguien comenzó a cantar en la parte más alta de las escalinatas, donde había un pequeño rellano. Parecía la voz de una mujer, quizás de una joven. Atraído por la música, giré la cabeza hacia allí. Mis ojos tardaron unos segundos en reconocer a la persona que cantaba. Sin embargo, cuando lo hicieron, me dio literalmente un vuelco el corazón.
            ¡Era ella! ¡La misma chica que había visto días antes en la Cerámica!
            Estaba de pie, al lado de la puerta de entrada, con un gorro de lana en la mano. Aunque me costara creerlo, estaba pidiendo limosna como un mendigo. Iba vestida igual que el día de la vieja fábrica, con la misma cazadora de cuero y los pantalones vaqueros ceñidos, pero esta vez llevaba anudado al cuello un pañuelo de seda.
            Era la primera vez que escuchaba su voz y me pareció hermosa. La rodeaba el murmullo del mercado y el griterío de los puestos, pero ella parecía vivir en otro mundo, quizás paralelo, donde solo existía la belleza. Con los ojos cerrados, sumergida en el mar tempestuoso de sus sentimientos, se concentraba en el canto que estaba interpretando. Yo no conocía la letra de la canción, aunque me sonaba de haberla escuchado alguna vez por la radio. Pertenecía a un cantautor, de eso estaba seguro, pero desconocía su nombre.
            De repente, mi madre dejó de hablar con la madre de Óscar. Metió la mano en el bolsillo de la falda, sacó un pequeño monedero y lo abrió muy despacio. Con la mano que tenía libre, extrajo una moneda de cien pesetas, una “chocolatina” como la llamábamos entonces, que brillaba en el aire como un diminuto astro redonda. Luego se acercó a mi lado, me tocó en el brazo y me dijo sin mirarme a la cara:
            -Toma, dale esta moneda a la chica.
            -¿Estás segura? – le pregunté, ya que me parecía demasiado dinero.
            -Haz lo que te digo.
            Yo sabía que no podía desobedecerla. Aunque me había hablado sin levantar la voz, me estaba dando una orden que tenía que cumplir de forma inexorable. Resignado, abandoné el maldito carro de la compra en la acera de adoquines y me dirigí acobardado hacia las escaleras del mercado.
            Tenía una oportunidad para hablar con la muchacha, aunque fuera brevemente, pero no sabía si sería capaz. No estaba preparado para ello. La ocasión me había cogido por sorpresa y me faltaba decisión. Mientras caminaba hacia la escalinata de piedra, se me hizo un nudo en la garganta. Me temblaban las piernas y la moneda me empezó a pesar en la mano como una bola de cañón.
            Mientras tanto, la chica continuaba cantando con los ojos cerrados. Su voz flotaba en el ambiente como las alas de un pájaro. En alguna nota me pareció que su garganta se quebraba, pero enseguida consiguió remontar el vuelo y elevarse hacia el cielo cubierto de nubes, que envolvía el mercado como una uralita.
            Sin embargo, un poco más tarde, todo cambió de forma brusca. Un guardia de seguridad apareció por la puerta de aluminio y se quedó mirando fijamente a la muchacha. Era un hombre de casi dos metros de altura, con la cabeza aplastada como un huevo y mirada de muy pocos amigos. Calzaba botas militares y vestía un uniforme de color grisáceo, del que pendía una porra dura y alargada.
-       ¿No sabes que aquí no se puede pedir?- dijo el vigilante, agarrándola del brazo de mala forma.
            La muchacha ni se inmutó. Notó la presión de los dedos en la carne, clavándole sus uñas mal recortadas, pero siguió cantando como si nada fuera capaz de perturbarla. Continuaba con los ojos cerrados, sumergida en sus pensamientos, concentrada solamente en la siguiente palabra que tenía que vocalizar.  Su único objetivo era acabar la canción, escuchar los aplausos del público y pasar la gorra de lana, que sostenía en la mano con algunas monedas sueltas en su interior.
            El guardia de seguridad se enfadó bastante. No esperaba esa reacción. Se puso lívido y empezó a resoplar igual que un búfalo. No estaba acostumbrado a que nadie le desobedeciera y, menos aún, una  “niñata” de quince años como la que tenía enfrente.
            -¡Te he dicho que te vayas! -  rugió el vigilante, con voz amenazadora.
            Entretanto, yo subía las escaleras de piedra como si ascendiera los escalones de un templo en el que me iban a sacrificar. Estaba sudando y respiraba agitado. En primer plano vi cómo mucha gente bajaba las escalinatas sin prestar atención a lo que pasaba. En cambio, otras muchas personas, movidas por la curiosidad, empezaron a formar un corro alrededor de la muchacha y del guardia. La discusión era un espectáculo callejero, que no se querían perder.
            El vigilante, sin embargo, no estaba dispuesto a prolongar la escena. Quería desalojar la puerta del mercado cuanto antes. Se estaba formando demasiado jaleo. Dando un fuerte tirón del brazo de la chica, la desplazó unos metros. La muchacha estuvo a punto de caer por las sucias escaleras de granito, pero en el último momento consiguió recuperar el equilibrio.  Sin embargo, su voz se cortó de golpe y su garganta dejó de moverse, como la aguja de un tocadiscos que se hubiera salido bruscamente de su surco.
            -¡Pero qué haces!- exclamó la muchacha en tono desafiante.
            El guardia de seguridad seguía sin soltarla del brazo. Para desahogarse, le clavaba las uñas en la carne con más fuerza. Ella se quejó de dolor  y lanzó un agudo chillido, similar al de una rata atrapada en un cepo. Sin sopesar las consecuencias, la muchacha empezó a forcejear con el hombre.  Ella daba patadas en el aire y puñetazos ciegos en su espalda. El vigilante apenas sentía los golpes. Con la cara crispada, cogió a la chica en volandas y comenzó a bajar  las escaleras del mercado. Las monedas que portaba en el gorro rodaron por los escalones de piedra. Su caída produjo un sonido agudo y metálico. Algunos de los curiosos se rieron, pero otros pusieron cara de disgusto, aunque no se atrevieron a enfrentarse al vigilante.
            -¡Déjala! –grité de pronto, sin saber muy bien lo que hacía.
            El guardia de seguridad se quedó paralizado. Extrañado de que un mocoso como yo, se metiera en el lío y le impidiera el paso con su cuerpo. Se estaba formando demasiado escándalo,  justo lo que el vigilante quería evitar. El hombre de la cabeza ovalada empezó a ponerse nervioso. No era demasiado inteligente y creyó que perdía el control de la situación. Como un animal acorralado, se defendió como pudo. Colocó su enorme mano en la empuñadura de la porra, realizando un gesto de amenaza. Temía que muchas más personas salieran en defensa de la chica y se pusieran también en su contra.
            -¡Apártate!- me dijo, con voz amenazante.
            La muchacha aprovechó el momento de desconcierto del guarda y se soltó de las garras que le oprimían el brazo. Me miró durante un segundo a los ojos, como dándome las gracias, y luego se precipitó escaleras abajo, emprendiendo una huida desesperada. Toda la gente que había alrededor se echó hacia un lado, cediéndole el paso como si se tratara de una loca.
            Desde uno de los escalones de piedra, la vi marcharse por segunda vez, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. En esta ocasión fue por las estrechas calles del barrio, por las que apenas circulaban coches. Ella corría muy deprisa y  su pelo negro se fue convirtiendo lentamente en un punto negro. El guardia de seguridad, mientras tanto, emprendió una discreta retirada hasta la puerta que servía de entrada al mercado.
             La moneda de cien pesetas, que me había dado mi madre hacia solo un momento, ardía en la palma de mi mano como un sol diminuto.  

domingo, 13 de mayo de 2012

EL MAPA DEL CIELO


EL MAPA DEL CIELO

de FÉLIX J. PALMA

PLAZA & JANES EDITORES
AÑO 2012

                El mapa del cielo, la última y exitosa novela del escritor Félix J. Palma, tiene como motivo central la figura del escritor inglés H. G. Wells y su célebre libro “La guerra de los mundos”.  La novela  del autor de Sanlúcar de Barrameda debe entenderse, por tanto, como un homenaje literario o  una versión paralela de este clásico de ciencia-ficción.
                 La novela de Félix J. Palma puede leerse de forma autónoma  e independiente a  El  mapa del tiempo, pero el lector disfrutará mucho más de la obra si ha leído previamente la primera entrega de la saga, ya que las referencias y alusiones a ella son frecuentes. Por ejemplo, nos volveremos a encontrar con el Dueño del tiempo, esta vez transformado interiormente a causa del amor, o con el “heroico” capitán Skackleton.
                La novela arranca cuando Wells se dirige a tener una cita con el escritor americano Serviss, que ha tenido la osadía de “continuar” sin permiso La guerra de los mundos. Sin embargo, el encuentro no seguirá el curso esperado y ambos escritores terminarán visitando La cámara de las maravillas en los sótanos del Museo Británico. Allí encontrarán el cuerpo y la nave de un extraterrestre, ambos rescatados hace años en una exploración a la Antártida.  En realidad, el marciano se trata del Enviado, el nuevo “Mesías” que los alienígenas -infiltrados entre los hombres-  están esperando para comenzar la definitiva y monstruosa invasión de la Tierra.
                Mientras tanto, Wells recibe una carta de su enemigo mortal  Murray, en la que le pide un favor disparatado: reproducir una invasión marciana para enamorar a Emma Harlow, una joven, arrogante y testadura de la que está locamente enamorado. Obviamente,  el escritor se negará a la petición, pero los acontecimientos se tuercen y lo que el escritor inglés ha soñado en La guerra de los mundos se hará inexplicablemente realidad. Los marcianos aparecen justo donde él había predicho y muy pronto, si nadie lo impide, invadirán Londres y el resto de la Tierra.
                La trama que Félix J. Palma nos presenta en la novela es “increíble”, en el doble sentido de la palabra. Por un lado, el autor nos ofrece una historia totalmente insólita, gratuitamente ensamblada, sin ninguna intención de verosimilitud o realismo. Sin embargo, esto no debe considerarse un defecto si nos referimos a la narrativa de Palma.  Al contrario, precisamente ese argumento caprichoso y disparatado potencia su estética soñadora y fantástica, regalándonos un libro sorprendente, lleno de puntos de giro, donde “lo imposible se hace  posible”.
                Además, los motivos literarios que aparecen en la obra son numerosos: los relatos de misterio y aventuras de Poe, los viajes en el tiempo, el mito del vampiro,  la invasión de los extraterrestres, los sueños de Julio Verne a la Luna, el mito de Prometeo, la cueva de los tesoros, los folletines sentimentales, el hombre invisible, la obra de Dickens… Como en la Cámara de las maravillas que aparece en su libro, el autor parece empeñado en rescatar toda clase de misterios, prodigios y fantasías literarias, lo mejor que han creado las mentes visionarias del siglo XIX.
                Sin embargo, Palma ofrece una visión postmoderna y renovada de esos motivos literarios. Por ejemplo, al contrario que en la obra original de Wells, los alienígenas ya se hallan infiltrados en la Tierra, adoptando nuestra fisonomía y costumbres. No obstante, los “marcianos” siguen siendo  los monstruos venidos del espacio, bestias demoniacas y sin piedad, antagonistas y enemigos del hombre, ya que necesitan sus sueños y su sangre para vivir.
                Pero no todo en el libro es fantasía. En la novela también juega un papel importante el amor,  que es presentado como un sentimiento único del hombre, capaz de romper los límites del tiempo y  de ser  más fuerte que la muerte.  Por eso,  la invasión marciana también puede ser un momento  feliz,  una ocasión para sentir verdadero amor.
                Además de la temática fantástica y sentimental, otro elemento que caracteriza El mapa del cielo es el humor. Interesante es ese narrador cervantino, irónico y juguetón, que nos lleva de forma caprichosa de parte a parte del libro. Además, el libro presenta numerosas escenas grotescas y divertidas, como el beso que los amantes no llegan a darse, el ordeñamiento de una vaca en medio de la invasión marciana o el intercambio de misivas entre Emma y Murray.
                Si la obra quizás puede criticarse por su ligereza y ausencia de carga ideológica, en cuanto a los aspectos formales, la novela de Palma es sobresaliente. El autor talla las descripciones de lugares y personajes con precisión, domina los diálogos, utiliza imágenes  brillantes y originales, usa los adjetivos con maestría, dosifica la información de forma calculada, su prosa es caudalosa y sugerente… ¿Se puede pedir más?
                En definitiva, El Mapa del Cielo  es una obra digna de ser leída.  Como su maestro Wells, Palma consigue lo que pretende: hacer soñar al lector, despertar en él emociones, creando una realidad más excitante, un mundo más abierto, que no pone trabas a la imaginación.

jueves, 10 de mayo de 2012

EN LA FERIA DEL LIBRO 2012


Como todos estos últimos años, estaré firmando mis libros en la Feria del Libro de Madrid, que tendrá lugar en el parque del Retiro desde el 25 de mayo hasta el 10 de junio de 2012.
Esta vez estaré el domingo 3 de junio por la mañana, en la caseta 315 de Ediciones Palabra.

Allí estaré firmando mi última novela La Espiral de los Sueños, pero también os podré dedicar cualquier otra obra mía publicada en esa editorial: Donde vuelan las águilas, La herida del oso pardo, Yo soy Santiago...

¡Os espero a todos!
Será un placer saludaros y charlar un poco con vosotros.

miércoles, 9 de mayo de 2012

DE FACEBOOK Y AMIGOS

Mi hija de ocho años lo tiene claro. "Tener amigos con facebook es muy fácil. No se pelean contigo. No saben si eres tonta o lista. No saben dónde vives. No te ven la cara. No saben si estás enfermo o pálido. En facebook da igual todo eso".
El patio del colegio, sin duda, es un territorio más duro y "heroico" para relacionarse. No lo puedes apagar o encender a tu antojo. Hay gritos, carreras y vida. Gente que te molesta y gente que te aprecia. Días de sol y de lluvia. Mañanas de jugar en grupo y tardes en soledad.


Además, allí no hay identidades falsas. Cada uno sabe quién es cada cual. Se comparte todo:el bocadillo, las risas, el cansancio... Y , por su puesto, da igual que te guste o no.
Quizás por eso las amistades forjadas en el colegio son tan sinceras y algunas duran tanto en el tiempo.
Están cimentadas sobre la vida misma, sobre las pequeñas cosas de cada día.
En el patio del colegio nada puede ser falso, aparente o virtual. 

martes, 8 de mayo de 2012

HISTORIA DE ALMA (2)


            La primera vez que vi a Alma fue en el descampado a las afueras del barrio, muy cerca de la vieja Cerámica de ladrillos.
            Fue un domingo de invierno, bastante nublado y frío, a la hora de la siesta. Como otras veces, había quedado allí con mis amigos para jugar al fútbol. Sin embargo, al alcanzar la explanada de tierra, descubrí con desilusión que ninguno de ellos había llegado todavía. Ni Juanjo con el balón de reglamento, ni los demás con el chándal o las zapatillas deportivas. Mientras los esperaba, me puse a dar vueltas por los cerros cubiertos de hierbajos y de maleza. Necesitaba calentarme los pies y, de paso, que la espera se me hiciera lo más corta posible.
             Subido a uno de los montones de arena, apenas noté nada extraño en los alrededores. El cerro estaba en calma, dormido en un sueño profundo, quizás excesivamente silencioso. Nadie atravesaba el descampado a esas horas y solo algún coche cruzaba de vez en cuando por la carretera que se divisaba a lo lejos. Sin embargo, al poco de estar deambulando por los montículos de tierra, me llamó mucho la atención una mancha negra, como una sombra chinesca, que se movía despacio en la distancia, cerca de la vieja fábrica de ladrillos. Parecía una chica, un poco mayor que yo, cargada con una mochila en la espalda.
            ¿Qué hacía sola por allí? ¿Es que no sabía que había un guarda con perros vigilando las ruinas de La cerámica?
            Con sigilo, igual que un espía acecha desde lejos a su enemigo, fui detrás de ella. Para que no me descubriera, iba encorvado, moviéndome lentamente entre los montones de escombros.  Aunque sabía que el guarda de La Cerámica podía aparecer en cualquier momento, la curiosidad me empujaba a seguir a la chica. Intentaba no pensar mucho en los perros, sin raza y con dientes afilados, pero no siempre lo conseguía…  ¡Les tenía pánico!
            Según iba acercándome a la fábrica, el miedo se fue apoderando de mi cuerpo. Primero se pusieron tirantes los músculos del cuello y luego la tensión se propagó rápidamente por la espalda como las poderosas raíces de un árbol. Comencé a respirar más deprisa, como si me faltase aire. Tragué saliva varias veces, escupí en el suelo para darme ánimo, pero en ningún  momento perdí de vista a la muchacha.
            Ella, en cambio, parecía tranquila. Observaba el viejo edificio sin prisa, como una turista contempla una ruina desmoronada. Estaba claro que la muchacha no era del barrio y que era la primera vez que contemplaba la fábrica de ladrillos, con sus enormes naves industriales y su chimenea alzándose hacia el cielo igual que una inmensa columna. Sin embargo, no era consciente del peligro que corría. El guarda era  mala persona. Tenía muy mal genio y soltaba los perros sin miramientos, a la primera de cambio. No era la primera vez que sucedía.
            Detrás de un muro de hormigón, derribado en el suelo como un gigantesco esqueleto de dinosaurio, pude observarla más de cerca. Su silueta era esbelta y elegante, similar a la de una libélula. Iba vestida con una cazadora de cuero desgastada y unos pantalones vaqueros ceñidos a la cintura. En la espalda portaba una mochila deportiva, de la que sobresalía una flauta de madera. En los pies calzaba unos botines de marca, pero con las puntas rozadas y cubiertas de polvo. Se notaba que llevaba varios días sin limpiárselos, seguramente a causa de caminar sin rumbo de un lado para otro.
            Al darse la vuelta, vi por primera vez su cara. Tenía el pelo liso y moreno, cortado a la altura de los hombros como un chico. Sus ojos eran  negros y brillantes como el caparazón de un escarabajo. No iba maquillada y sus labios carnosos apenas dejaban entrever sus dientes levemente torcidos. Pero lo que más me llamó la atención de ella fue el pendiente, un diminuto rubí rojo que adornaba el lóbulo de su nariz. En las orejas, sin embargo, no llevaba ningún adorno, quizás como un gesto de rebeldía.
            Durante unos segundos, temí que la chica me hubiera descubierto. Me escondí mejor detrás del muro que me protegía y crucé los dedos esperando que hubiera suerte. Ella, sin embargo, giró la cabeza de nuevo y volvió a contemplar despacio la fachada de la vieja fábrica, cubierta de un fino polvo rojizo. Después dio varios pasos hacia delante y se encaminó despacio hacia el enorme portalón de la entrada. La muchacha empujó varias veces una de las hojas de madera, con la pintura descascarillada, pero no consiguió abrirla. Un cerrojo de grandes dimensiones se lo impedía. Con las dos manos, intentó moverlo de un lado a otro. El hierro oxidado cedió unos pocos centímetros, emitiendo un ruido estridente, pero rápidamente se quedó atrancado. La puerta maciza se resistía a abrirse, como una muralla infranqueable.
            Cansada de dar tirones inútiles, la muchacha se alejó del portalón de madera y comenzó a caminar por los alrededores de la fábrica, buscando otro sitio mejor por donde adentrarse en el edificio. Probó con algunas ventanas de la primera planta, pero las gruesas verjas de hierro estaban bien ancladas a la pared de ladrillos. Luego intentó abrir una puerta lateral, por donde apenas cabía una persona, pero también estaba cerrada con un grueso candado.
            Desde mi escondite, veía alejarse a la muchacha. Para poder seguirla, tuve que moverme con cuidado unos metros, intentando no ser descubierto. Me enganché el pantalón con un hierro, tropecé con un cascote de cemento y a punto estuve de caerme al suelo. Menos mal que la mochila, que llevaba colgada en la espalda, me servía de guía.
            De pronto, ella se detuvo delante de un pequeño ventanuco, que daba al sótano de la fábrica. No tenía rejas de hierro y los marcos de madera estaban arrancados de sus goznes. La muchacha se agachó, apoyando su rodilla izquierda en la tierra húmeda, y miró por el agujero que se abría en el muro como  un pequeño bostezo.  Luego vi cómo se quitaba la mochila de la espalda e introducía la cabeza por el hueco de la pared. En unos pocos segundos, como si se tratase de un fantasma, desapareció por completo de mi vista.
            No debía perder tiempo. No me quedaba más remedio que salir de mi escondite e ir detrás de ella igual que un galgo persiguiendo a su presa. Me puse de pie y eché a correr. No había mucha distancia entre nosotros, pero sí la suficiente para perderla de vista, quizás para siempre. El interior de la vieja fábrica era un laberinto, lleno de salas vacías y de pasadizos estrechos donde era muy fácil extraviarse. Además, apenas había luz dentro y yo no había traído ninguna linterna conmigo para orientarme. Tenía que darme prisa para no perderla.
            Justo en ese momento, escuché el primer ladrido de los perros a mis espaldas. Era ronco y áspero, como el cuerno que anuncia una cacería. Sin poder evitarlo, sentí una descarga eléctrica en el cuello, que me erizó el vello de la nuca. Miré hacia donde procedía el aullido, cerca de los ladrillos almacenados al aire libre, y vi al guarda rodeado de sus sabuesos. El anciano avanzaba cojeando, dando grandes zancadas, ayudado de un gruesa garrota. A su alrededor, los animales no dejaban de moverse excitados, mientras ladraban cada vez con más fuerza.
            Yo me detuve de golpe. Sin apenas tiempo, tenía que elegir entre seguir a la chica dentro de la fábrica o salir huyendo hacia las primeras casas del barrio. Miré el cielo nublado, buscando una señal que me orientase. Sin embargo, mis piernas decidieron antes por mí. Se movieron solas, alejándose de la Cerámica, empujadas por el miedo. Me estaba comportando como un cobarde, lo sabía, pero no había nacido con madera de héroe.
            Fue entonces cuando el  viejo guarda soltó los perros de la cadena. Eran tres ejemplares sin raza, de distinto tamaño y color, pero con la misma mirada asesina grabada en los ojos. Al sentirse liberados, los animales emprendieron una veloz carrera hacia mí. Los músculos de sus piernas se tensaron, imitando las cuerdas de un arco. Tenían una presa a su alcance y se dirigían hacia ella a toda velocidad, como si les fuera la vida en ello.
            Mientras tanto, yo corría con el corazón desbocado. Cada vez que respiraba, sentía una ola de fuego abrasándome la garganta y el pecho. Salté un montón de arena, me escurrí al bajar un terraplén, me torcí un tobillo al pisar un trozo de ladrillo, pero no me detuve en ningún momento. No podía. Los perros eran mucho más rápidos que yo y estaban aproximándose deprisa. Noté su respiración y sus gruñidos a escasos metros de distancia. Angustiado, miré hacia los bloques de casas, deseando llegar a ellas cuanto antes. Mientras corría al límite, busqué un palo o cualquier otro objeto que me sirviera para defenderme. No lo encontré. Si todo seguía igual, en pocos segundos los perros me darían caza y tendría que luchar con ellos cuerpo a cuerpo.
            De pronto, escuché un potente silbido, agudo y prolongado como el de un pastor. Procedía del guarda de la Cerámica, que desde lejos acababa de dar una orden a sus perros. Los animales se detuvieron al instante, en lo más alto de un montón de escombros. No dejaban de ladrar rabiosos y de respirar jadeantes. Se les notaba tensos, enojados con su dueño, con deseos de morderme. Sin embargo, como disciplinados soldados, no se movieron de sus puestos. La cacería había concluido. Habían conseguido expulsar al intruso del recinto de la fábrica y el guarda, desde la distancia, parecía sentirse satisfecho.
            De todas las formas, yo no dejé de correr después de oír el fuerte silbido. Me dolían las piernas a la altura de los muslos, pero me aguantaba el dolor mordiéndome los labios. Estaba agotado y una gota de sudor, del tamaño de una lágrima, se escurrió por mi mejilla muy despacio. Solo cuando pude pisar el asfalto de la carretera, que servía de pórtico de entrada a las primeras casas del barrio, me sentí a salvo. Al detenerme, creí que el corazón se me iba a salir por la boca como una pelota de goma. Tosí varias veces, tuve varias arcadas, hasta que lentamente empecé a respirar con normalidad. Nunca había corrido tanto en mi vida, ni siquiera durante las clases de Gimnasia en el patio del colegio.
            Por última vez, miré la vieja fábrica de ladrillos, cuya chimenea se alzaba a lo lejos como un inhiesto mástil que quisiera acariciar el cielo. Pensé en la muchacha morena que había visto hacía unos minutos, en su melena corta igual que un chico, en sus ojos negros y profundos, en su figura flexible como un junco…
             ¿Estaría solo de paso? ¿Se quedaría a vivir en la Cerámica? ¿La descubría el guarda con sus perros?
             Aunque también – pensé, desilusionado – podía ser que no la volvería a ver  jamás.

lunes, 7 de mayo de 2012

HISTORIA DE ALMA (1)


1

            No sé bien por qué comienzo a escribir esta historia, por qué hundo la cabeza en los recuerdos, cuando siempre es más fácil vivir anestesiado, haciéndose el dormido, sin dejarse engañar por las trampas que nos tiende a traición el  pasado. Sin embargo, algo me llama desde la distancia y me convoca a escribirla…
            Aunque tengo más de treinta años y todo lo que os voy a contar pasó hace más de dos décadas, he de regresar irremediablemente allí, a ese barrio de pisos baratos y a esa época borrosa, cuando era todavía un adolescente y el calendario se había quedado detenido como un reloj de un escaparate en los años 80.
            No sé bien por qué, pero tengo que contar esta historia. No cualquiera, sino la protagonizada por Alma y la  vieja Cerámica. Algo se quedó sin decir entonces, sin comprender del todo, y es hora de que me enfrente a ello.
            Soy consciente de que todo ha cambiado mucho desde entonces. Por  ejemplo, yo mismo ahora soy una persona casada, un padre de familia con dos niños pequeños, con coche utilitario pagado a plazos, piso hipotecado y trabajo fijo en una editorial. Por aquel entonces, sin embargo, no era más que un crío de trece o catorce años, bastante inexperto con las chicas, que se ponía colorado por cualquier tontería  y que ni siquiera había visto el mar durante las vacaciones de verano.
            Vivía en un modesto bloque de casas – por supuesto, sin jardines ni piscina comunitaria - e iba al colegio del barrio con mis amigos, donde las clases se sucedían de forma rápida  y las pistas de cemento terminaban en una oxidada verja de hierro. 
            Mis máximas aspiraciones entonces eran jugar al fútbol en el descampado por las tardes, acabar los deberes de Matemáticas cuanto antes, recorrer los montones de escombros en busca de lagartijas e ir a ver una película los domingos, a ser posible en un cine de sesión continua.
            Mi padre trabajaba por la mañana en un ministerio del centro  y, al salir de él, se pateaba las calles de la ciudad cobrando recibos a domicilio. Solo le veía por la noche, justo antes de la hora de la cena. Le esperábamos detrás de la puerta, dispuestos a saltar sobre su espalda como hienas hambrientas.  Mi madre, en cambio, pasaba mucho más tiempo con nosotros. Era la que nos lavaba y planchaba la ropa, la que nos regañaba si hacíamos algo mal, la que se encargaba de mi hermano Alberto y de mí, aunque también iba a asistir a algún piso de las afueras por las mañanas.
            Mi hermano Alberto, que me sacaba cinco años, quería ser músico. Había abandonado los estudios y se había puesto a trabajar de albañil para comprarse una guitarra eléctrica, una fender stratocaster. Tenía un grupo de rock, que había formado con sus antiguos compañeros del instituto, y soñaba con ser una estrella, como las que aparecían en las contraportadas de los discos que escuchaba en su habitación, dando saltos y  fuertes gritos.
            En mi casa siempre había mucho ruido de fondo y la televisión estaba puesta a todas horas como un molesto grillo. Era difícil estudiar y concentrarse, especialmente cuando apretaba el calor y se acercaban los exámenes finales de junio. Sin embargo, yo iba aprobando curso tras curso, sin demasiado esfuerzo, como si un desconocido ya hubiera recorrido por mí ese camino.
                  Pero ya no quiero contaros más cosas sobre mi vida. Yo no soy el protagonista de esta historia, sino solo un personaje secundario, alguien sin importancia, quizás sólo un testigo de los hechos, el que presta su voz a la narración para que sea posible.
            La verdadera protagonista de la novela es Alma, esa chica de quince años, de pelo negro y liso, que se cruzó en mi vida de forma inesperada y de la que me enamoré, por supuesto, hasta los huesos. De ella quería hablaros, sin prisa.
            Por eso, si me disculpáis, prefiero dejarlo para el próximo capítulo.

domingo, 6 de mayo de 2012

MAYO 2012 / DONDE VUELAN LAS ÁGUILAS


Me alegra mucho descubrir por Internet que la Universidad Panamericana (campus de México) recomienda mi novela "Donde vuelan las águilas" (Palabra, 2008) en su lista de libros recomendados para jóvenes para este mes de mayo. Os dejo la lista completa y el enlace a la página web:

Mayo 2012
Libros recomendados para Adolescentes en Mayo de 2012
1. Bradshaw, Gillian
Norte Oscuro
2. Balliett, Blue
El juego de Calder
3. Molina Llorente, Pilar
Miguel Ángel, el terrible florentino
4. Aranguren, Miguel
Aquel verano
5. Mariscal, Francisco
El Misterio de la caracola marina
6. Humphreys, C.C.
El último unicornio
7. Silsbee, Peter; Valentino, Amanda
Proyecto Amanda. 2: Desde ninguna parte
8. Gil, M. Pilar
Brahe Y Kepler. El misterio de una muerte inesperada
9. Peacock, Shane
El Joven Sherlock Holmes. La joven desaparecida
10. Sancho, Miguel Luis
Donde vuelan las águilas

Reseñas de libros recomendados para Adolescentes en Mayo de 2012