Sin embargo, no ocurrió así.
A la semana siguiente, por
casualidad, la volví a ver por segunda vez. No fue en la vieja fábrica de
ladrillos, como sería lo esperable, sino en las escaleras del mercado del
barrio un sábado por la mañana.
Mi madre me había pedido que la
acompañara a hacer la compra. Tenía que traer naranjas y patatas del puesto de
frutas y no quería cargar con peso, ya que le dolía bastante la espalda ese día.
Yo me resistí al principio como pude, poniendo la excusa de que debía estudiar
para un examen de Matemáticas, pero finalmente acabé yendo con ella a
regañadientes, arrastrando el carro por
la acera de adoquines.
Justo al llegar a la entrada del
mercado, donde las escaleras de granito se alzaban como las empinadas gradas de
un estadio, mi madre se encontró con una vecina, que hacía mucho tiempo que no
hablaba con ella. Era la madre de Óscar, un compañero del colegio al que odiaba
desde que me pintó el abrigo. Mientras charlaban de sus cosas, yo esperaba aburrido
a su lado, bostezando de vez en cuando, sin saber muy bien dónde descansar la
mirada.
Mientras tanto, en las cercanas escaleras
del mercado, no cesaba de subir y bajar gente cargada con cajas de cartón o con
bolsas de plástico. Los escalones de piedra estaban llenos de papeles y el aire
olía a verdura podrida. De pronto,
alguien comenzó a cantar en la parte más alta de las escalinatas, donde había
un pequeño rellano. Parecía la voz de una mujer, quizás de una joven. Atraído por
la música, giré la cabeza hacia allí. Mis ojos tardaron unos segundos en
reconocer a la persona que cantaba. Sin embargo, cuando lo hicieron, me dio literalmente
un vuelco el corazón.
¡Era ella! ¡La misma chica que había
visto días antes en la Cerámica!
Estaba de pie, al lado de la puerta de
entrada, con un gorro de lana en la mano. Aunque me costara creerlo, estaba
pidiendo limosna como un mendigo. Iba vestida igual que el día de la vieja
fábrica, con la misma cazadora de cuero y los pantalones vaqueros ceñidos, pero
esta vez llevaba anudado al cuello un pañuelo de seda.
Era la primera vez que escuchaba su
voz y me pareció hermosa. La rodeaba el murmullo del mercado y el griterío de
los puestos, pero ella parecía vivir en otro mundo, quizás paralelo, donde solo
existía la belleza. Con los ojos cerrados, sumergida en el mar tempestuoso de sus
sentimientos, se concentraba en el canto que estaba interpretando. Yo no conocía
la letra de la canción, aunque me sonaba de haberla escuchado alguna vez por la
radio. Pertenecía a un cantautor, de eso estaba seguro, pero desconocía su
nombre.
De repente, mi madre dejó de hablar
con la madre de Óscar. Metió la mano en el bolsillo de la falda, sacó un
pequeño monedero y lo abrió muy despacio. Con la mano que tenía libre, extrajo una
moneda de cien pesetas, una “chocolatina” como la llamábamos entonces, que
brillaba en el aire como un diminuto astro redonda. Luego se acercó a mi lado,
me tocó en el brazo y me dijo sin mirarme a la cara:
-Toma, dale esta moneda a la chica.
-¿Estás segura? – le pregunté, ya
que me parecía demasiado dinero.
-Haz lo que te digo.
Yo sabía que no podía desobedecerla.
Aunque me había hablado sin levantar la voz, me estaba dando una orden que
tenía que cumplir de forma inexorable. Resignado, abandoné el maldito carro de
la compra en la acera de adoquines y me dirigí acobardado hacia las escaleras
del mercado.
Tenía una oportunidad para hablar
con la muchacha, aunque fuera brevemente, pero no sabía si sería capaz. No
estaba preparado para ello. La ocasión me había cogido por sorpresa y me
faltaba decisión. Mientras caminaba hacia la escalinata de piedra, se me hizo
un nudo en la garganta. Me temblaban las piernas y la moneda me empezó a pesar
en la mano como una bola de cañón.
Mientras tanto, la chica continuaba
cantando con los ojos cerrados. Su voz flotaba en el ambiente como las alas de
un pájaro. En alguna nota me pareció que su garganta se quebraba, pero
enseguida consiguió remontar el vuelo y elevarse hacia el cielo cubierto de
nubes, que envolvía el mercado como una uralita.
Sin embargo, un poco más tarde, todo
cambió de forma brusca. Un guardia de seguridad apareció por la puerta de
aluminio y se quedó mirando fijamente a la muchacha. Era un hombre de casi dos
metros de altura, con la cabeza aplastada como un huevo y mirada de muy pocos
amigos. Calzaba botas militares y vestía un uniforme de color grisáceo, del que
pendía una porra dura y alargada.
- ¿No
sabes que aquí no se puede pedir?- dijo el vigilante, agarrándola del brazo de
mala forma.
La muchacha ni se inmutó. Notó la
presión de los dedos en la carne, clavándole sus uñas mal recortadas, pero
siguió cantando como si nada fuera capaz de perturbarla. Continuaba con los
ojos cerrados, sumergida en sus pensamientos, concentrada solamente en la
siguiente palabra que tenía que vocalizar.
Su único objetivo era acabar la canción, escuchar los aplausos del
público y pasar la gorra de lana, que sostenía en la mano con algunas monedas
sueltas en su interior.
El guardia de seguridad se enfadó
bastante. No esperaba esa reacción. Se puso lívido y empezó a resoplar igual
que un búfalo. No estaba acostumbrado a que nadie le desobedeciera y, menos
aún, una “niñata” de quince años como la
que tenía enfrente.
-¡Te he dicho que te vayas! - rugió el vigilante, con voz amenazadora.
Entretanto, yo subía las escaleras
de piedra como si ascendiera los escalones de un templo en el que me iban a
sacrificar. Estaba sudando y respiraba agitado. En primer plano vi cómo mucha
gente bajaba las escalinatas sin prestar atención a lo que pasaba. En cambio,
otras muchas personas, movidas por la curiosidad, empezaron a formar un corro
alrededor de la muchacha y del guardia. La discusión era un espectáculo callejero,
que no se querían perder.
El vigilante, sin embargo, no estaba
dispuesto a prolongar la escena. Quería desalojar la puerta del mercado cuanto
antes. Se estaba formando demasiado jaleo. Dando un fuerte tirón del brazo de
la chica, la desplazó unos metros. La muchacha estuvo a punto de caer por las sucias
escaleras de granito, pero en el último momento consiguió recuperar el
equilibrio. Sin embargo, su voz se cortó
de golpe y su garganta dejó de moverse, como la aguja de un tocadiscos que se
hubiera salido bruscamente de su surco.
-¡Pero qué haces!- exclamó la
muchacha en tono desafiante.
El guardia de seguridad seguía sin
soltarla del brazo. Para desahogarse, le clavaba las uñas en la carne con más
fuerza. Ella se quejó de dolor y lanzó
un agudo chillido, similar al de una rata atrapada en un cepo. Sin sopesar las
consecuencias, la muchacha empezó a forcejear con el hombre. Ella daba patadas en el aire y puñetazos
ciegos en su espalda. El vigilante apenas sentía los golpes. Con la cara
crispada, cogió a la chica en volandas y comenzó a bajar las escaleras del mercado. Las monedas que portaba
en el gorro rodaron por los escalones de piedra. Su caída produjo un sonido
agudo y metálico. Algunos de los curiosos se rieron, pero otros pusieron cara
de disgusto, aunque no se atrevieron a enfrentarse al vigilante.
-¡Déjala! –grité de pronto, sin
saber muy bien lo que hacía.
El guardia de seguridad se quedó
paralizado. Extrañado de que un mocoso como yo, se metiera en el lío y le
impidiera el paso con su cuerpo. Se estaba formando demasiado escándalo, justo lo que el vigilante quería evitar. El
hombre de la cabeza ovalada empezó a ponerse nervioso. No era demasiado inteligente
y creyó que perdía el control de la situación. Como un animal acorralado, se
defendió como pudo. Colocó su enorme mano en la empuñadura de la porra,
realizando un gesto de amenaza. Temía que muchas más personas salieran en
defensa de la chica y se pusieran también en su contra.
-¡Apártate!- me dijo, con voz
amenazante.
La muchacha aprovechó el momento de
desconcierto del guarda y se soltó de las garras que le oprimían el brazo. Me
miró durante un segundo a los ojos, como dándome las gracias, y luego se
precipitó escaleras abajo, emprendiendo una huida desesperada. Toda la gente
que había alrededor se echó hacia un lado, cediéndole el paso como si se
tratara de una loca.
Desde uno de los escalones de
piedra, la vi marcharse por segunda vez, sin que pudiera hacer nada por
evitarlo. En esta ocasión fue por las estrechas calles del barrio, por las que
apenas circulaban coches. Ella corría muy deprisa y su pelo negro se fue convirtiendo lentamente
en un punto negro. El guardia de seguridad, mientras tanto, emprendió una
discreta retirada hasta la puerta que servía de entrada al mercado.
La moneda de cien pesetas, que me había dado
mi madre hacia solo un momento, ardía en la palma de mi mano como un sol
diminuto.
Gracias por los tres capítulos. Lástima que haya que esperar aún para verlo por fin publicado. Tienen muy buen apinta. El argumento crece en intensidad y capta muy deprisa. Va bien.
ResponderEliminarMe gusta muchísimo lo que he leído hasta ahora. Promete seguir creciendo en interés.
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