martes, 15 de mayo de 2012

HISTORIA DE ALMA (3)


     Sin embargo, no ocurrió así.
            A la semana siguiente, por casualidad, la volví a ver por segunda vez. No fue en la vieja fábrica de ladrillos, como sería lo esperable, sino en las escaleras del mercado del barrio un sábado por la mañana.
            Mi madre me había pedido que la acompañara a hacer la compra. Tenía que traer naranjas y patatas del puesto de frutas y no quería cargar con peso, ya que le dolía bastante la espalda ese día. Yo me resistí al principio como pude, poniendo la excusa de que debía estudiar para un examen de Matemáticas, pero finalmente acabé yendo con ella a regañadientes, arrastrando el carro  por la acera de adoquines.
            Justo al llegar a la entrada del mercado, donde las escaleras de granito se alzaban como las empinadas gradas de un estadio, mi madre se encontró con una vecina, que hacía mucho tiempo que no hablaba con ella. Era la madre de Óscar, un compañero del colegio al que odiaba desde que me pintó el abrigo. Mientras charlaban de sus cosas, yo esperaba aburrido a su lado, bostezando de vez en cuando, sin saber muy bien dónde descansar la mirada.  
            Mientras tanto, en las cercanas escaleras del mercado, no cesaba de subir y bajar gente cargada con cajas de cartón o con bolsas de plástico. Los escalones de piedra estaban llenos de papeles y el aire olía a verdura podrida.  De pronto, alguien comenzó a cantar en la parte más alta de las escalinatas, donde había un pequeño rellano. Parecía la voz de una mujer, quizás de una joven. Atraído por la música, giré la cabeza hacia allí. Mis ojos tardaron unos segundos en reconocer a la persona que cantaba. Sin embargo, cuando lo hicieron, me dio literalmente un vuelco el corazón.
            ¡Era ella! ¡La misma chica que había visto días antes en la Cerámica!
            Estaba de pie, al lado de la puerta de entrada, con un gorro de lana en la mano. Aunque me costara creerlo, estaba pidiendo limosna como un mendigo. Iba vestida igual que el día de la vieja fábrica, con la misma cazadora de cuero y los pantalones vaqueros ceñidos, pero esta vez llevaba anudado al cuello un pañuelo de seda.
            Era la primera vez que escuchaba su voz y me pareció hermosa. La rodeaba el murmullo del mercado y el griterío de los puestos, pero ella parecía vivir en otro mundo, quizás paralelo, donde solo existía la belleza. Con los ojos cerrados, sumergida en el mar tempestuoso de sus sentimientos, se concentraba en el canto que estaba interpretando. Yo no conocía la letra de la canción, aunque me sonaba de haberla escuchado alguna vez por la radio. Pertenecía a un cantautor, de eso estaba seguro, pero desconocía su nombre.
            De repente, mi madre dejó de hablar con la madre de Óscar. Metió la mano en el bolsillo de la falda, sacó un pequeño monedero y lo abrió muy despacio. Con la mano que tenía libre, extrajo una moneda de cien pesetas, una “chocolatina” como la llamábamos entonces, que brillaba en el aire como un diminuto astro redonda. Luego se acercó a mi lado, me tocó en el brazo y me dijo sin mirarme a la cara:
            -Toma, dale esta moneda a la chica.
            -¿Estás segura? – le pregunté, ya que me parecía demasiado dinero.
            -Haz lo que te digo.
            Yo sabía que no podía desobedecerla. Aunque me había hablado sin levantar la voz, me estaba dando una orden que tenía que cumplir de forma inexorable. Resignado, abandoné el maldito carro de la compra en la acera de adoquines y me dirigí acobardado hacia las escaleras del mercado.
            Tenía una oportunidad para hablar con la muchacha, aunque fuera brevemente, pero no sabía si sería capaz. No estaba preparado para ello. La ocasión me había cogido por sorpresa y me faltaba decisión. Mientras caminaba hacia la escalinata de piedra, se me hizo un nudo en la garganta. Me temblaban las piernas y la moneda me empezó a pesar en la mano como una bola de cañón.
            Mientras tanto, la chica continuaba cantando con los ojos cerrados. Su voz flotaba en el ambiente como las alas de un pájaro. En alguna nota me pareció que su garganta se quebraba, pero enseguida consiguió remontar el vuelo y elevarse hacia el cielo cubierto de nubes, que envolvía el mercado como una uralita.
            Sin embargo, un poco más tarde, todo cambió de forma brusca. Un guardia de seguridad apareció por la puerta de aluminio y se quedó mirando fijamente a la muchacha. Era un hombre de casi dos metros de altura, con la cabeza aplastada como un huevo y mirada de muy pocos amigos. Calzaba botas militares y vestía un uniforme de color grisáceo, del que pendía una porra dura y alargada.
-       ¿No sabes que aquí no se puede pedir?- dijo el vigilante, agarrándola del brazo de mala forma.
            La muchacha ni se inmutó. Notó la presión de los dedos en la carne, clavándole sus uñas mal recortadas, pero siguió cantando como si nada fuera capaz de perturbarla. Continuaba con los ojos cerrados, sumergida en sus pensamientos, concentrada solamente en la siguiente palabra que tenía que vocalizar.  Su único objetivo era acabar la canción, escuchar los aplausos del público y pasar la gorra de lana, que sostenía en la mano con algunas monedas sueltas en su interior.
            El guardia de seguridad se enfadó bastante. No esperaba esa reacción. Se puso lívido y empezó a resoplar igual que un búfalo. No estaba acostumbrado a que nadie le desobedeciera y, menos aún, una  “niñata” de quince años como la que tenía enfrente.
            -¡Te he dicho que te vayas! -  rugió el vigilante, con voz amenazadora.
            Entretanto, yo subía las escaleras de piedra como si ascendiera los escalones de un templo en el que me iban a sacrificar. Estaba sudando y respiraba agitado. En primer plano vi cómo mucha gente bajaba las escalinatas sin prestar atención a lo que pasaba. En cambio, otras muchas personas, movidas por la curiosidad, empezaron a formar un corro alrededor de la muchacha y del guardia. La discusión era un espectáculo callejero, que no se querían perder.
            El vigilante, sin embargo, no estaba dispuesto a prolongar la escena. Quería desalojar la puerta del mercado cuanto antes. Se estaba formando demasiado jaleo. Dando un fuerte tirón del brazo de la chica, la desplazó unos metros. La muchacha estuvo a punto de caer por las sucias escaleras de granito, pero en el último momento consiguió recuperar el equilibrio.  Sin embargo, su voz se cortó de golpe y su garganta dejó de moverse, como la aguja de un tocadiscos que se hubiera salido bruscamente de su surco.
            -¡Pero qué haces!- exclamó la muchacha en tono desafiante.
            El guardia de seguridad seguía sin soltarla del brazo. Para desahogarse, le clavaba las uñas en la carne con más fuerza. Ella se quejó de dolor  y lanzó un agudo chillido, similar al de una rata atrapada en un cepo. Sin sopesar las consecuencias, la muchacha empezó a forcejear con el hombre.  Ella daba patadas en el aire y puñetazos ciegos en su espalda. El vigilante apenas sentía los golpes. Con la cara crispada, cogió a la chica en volandas y comenzó a bajar  las escaleras del mercado. Las monedas que portaba en el gorro rodaron por los escalones de piedra. Su caída produjo un sonido agudo y metálico. Algunos de los curiosos se rieron, pero otros pusieron cara de disgusto, aunque no se atrevieron a enfrentarse al vigilante.
            -¡Déjala! –grité de pronto, sin saber muy bien lo que hacía.
            El guardia de seguridad se quedó paralizado. Extrañado de que un mocoso como yo, se metiera en el lío y le impidiera el paso con su cuerpo. Se estaba formando demasiado escándalo,  justo lo que el vigilante quería evitar. El hombre de la cabeza ovalada empezó a ponerse nervioso. No era demasiado inteligente y creyó que perdía el control de la situación. Como un animal acorralado, se defendió como pudo. Colocó su enorme mano en la empuñadura de la porra, realizando un gesto de amenaza. Temía que muchas más personas salieran en defensa de la chica y se pusieran también en su contra.
            -¡Apártate!- me dijo, con voz amenazante.
            La muchacha aprovechó el momento de desconcierto del guarda y se soltó de las garras que le oprimían el brazo. Me miró durante un segundo a los ojos, como dándome las gracias, y luego se precipitó escaleras abajo, emprendiendo una huida desesperada. Toda la gente que había alrededor se echó hacia un lado, cediéndole el paso como si se tratara de una loca.
            Desde uno de los escalones de piedra, la vi marcharse por segunda vez, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. En esta ocasión fue por las estrechas calles del barrio, por las que apenas circulaban coches. Ella corría muy deprisa y  su pelo negro se fue convirtiendo lentamente en un punto negro. El guardia de seguridad, mientras tanto, emprendió una discreta retirada hasta la puerta que servía de entrada al mercado.
             La moneda de cien pesetas, que me había dado mi madre hacia solo un momento, ardía en la palma de mi mano como un sol diminuto.  

2 comentarios:

  1. Gracias por los tres capítulos. Lástima que haya que esperar aún para verlo por fin publicado. Tienen muy buen apinta. El argumento crece en intensidad y capta muy deprisa. Va bien.

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  2. Me gusta muchísimo lo que he leído hasta ahora. Promete seguir creciendo en interés.

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