martes, 8 de mayo de 2012

HISTORIA DE ALMA (2)


            La primera vez que vi a Alma fue en el descampado a las afueras del barrio, muy cerca de la vieja Cerámica de ladrillos.
            Fue un domingo de invierno, bastante nublado y frío, a la hora de la siesta. Como otras veces, había quedado allí con mis amigos para jugar al fútbol. Sin embargo, al alcanzar la explanada de tierra, descubrí con desilusión que ninguno de ellos había llegado todavía. Ni Juanjo con el balón de reglamento, ni los demás con el chándal o las zapatillas deportivas. Mientras los esperaba, me puse a dar vueltas por los cerros cubiertos de hierbajos y de maleza. Necesitaba calentarme los pies y, de paso, que la espera se me hiciera lo más corta posible.
             Subido a uno de los montones de arena, apenas noté nada extraño en los alrededores. El cerro estaba en calma, dormido en un sueño profundo, quizás excesivamente silencioso. Nadie atravesaba el descampado a esas horas y solo algún coche cruzaba de vez en cuando por la carretera que se divisaba a lo lejos. Sin embargo, al poco de estar deambulando por los montículos de tierra, me llamó mucho la atención una mancha negra, como una sombra chinesca, que se movía despacio en la distancia, cerca de la vieja fábrica de ladrillos. Parecía una chica, un poco mayor que yo, cargada con una mochila en la espalda.
            ¿Qué hacía sola por allí? ¿Es que no sabía que había un guarda con perros vigilando las ruinas de La cerámica?
            Con sigilo, igual que un espía acecha desde lejos a su enemigo, fui detrás de ella. Para que no me descubriera, iba encorvado, moviéndome lentamente entre los montones de escombros.  Aunque sabía que el guarda de La Cerámica podía aparecer en cualquier momento, la curiosidad me empujaba a seguir a la chica. Intentaba no pensar mucho en los perros, sin raza y con dientes afilados, pero no siempre lo conseguía…  ¡Les tenía pánico!
            Según iba acercándome a la fábrica, el miedo se fue apoderando de mi cuerpo. Primero se pusieron tirantes los músculos del cuello y luego la tensión se propagó rápidamente por la espalda como las poderosas raíces de un árbol. Comencé a respirar más deprisa, como si me faltase aire. Tragué saliva varias veces, escupí en el suelo para darme ánimo, pero en ningún  momento perdí de vista a la muchacha.
            Ella, en cambio, parecía tranquila. Observaba el viejo edificio sin prisa, como una turista contempla una ruina desmoronada. Estaba claro que la muchacha no era del barrio y que era la primera vez que contemplaba la fábrica de ladrillos, con sus enormes naves industriales y su chimenea alzándose hacia el cielo igual que una inmensa columna. Sin embargo, no era consciente del peligro que corría. El guarda era  mala persona. Tenía muy mal genio y soltaba los perros sin miramientos, a la primera de cambio. No era la primera vez que sucedía.
            Detrás de un muro de hormigón, derribado en el suelo como un gigantesco esqueleto de dinosaurio, pude observarla más de cerca. Su silueta era esbelta y elegante, similar a la de una libélula. Iba vestida con una cazadora de cuero desgastada y unos pantalones vaqueros ceñidos a la cintura. En la espalda portaba una mochila deportiva, de la que sobresalía una flauta de madera. En los pies calzaba unos botines de marca, pero con las puntas rozadas y cubiertas de polvo. Se notaba que llevaba varios días sin limpiárselos, seguramente a causa de caminar sin rumbo de un lado para otro.
            Al darse la vuelta, vi por primera vez su cara. Tenía el pelo liso y moreno, cortado a la altura de los hombros como un chico. Sus ojos eran  negros y brillantes como el caparazón de un escarabajo. No iba maquillada y sus labios carnosos apenas dejaban entrever sus dientes levemente torcidos. Pero lo que más me llamó la atención de ella fue el pendiente, un diminuto rubí rojo que adornaba el lóbulo de su nariz. En las orejas, sin embargo, no llevaba ningún adorno, quizás como un gesto de rebeldía.
            Durante unos segundos, temí que la chica me hubiera descubierto. Me escondí mejor detrás del muro que me protegía y crucé los dedos esperando que hubiera suerte. Ella, sin embargo, giró la cabeza de nuevo y volvió a contemplar despacio la fachada de la vieja fábrica, cubierta de un fino polvo rojizo. Después dio varios pasos hacia delante y se encaminó despacio hacia el enorme portalón de la entrada. La muchacha empujó varias veces una de las hojas de madera, con la pintura descascarillada, pero no consiguió abrirla. Un cerrojo de grandes dimensiones se lo impedía. Con las dos manos, intentó moverlo de un lado a otro. El hierro oxidado cedió unos pocos centímetros, emitiendo un ruido estridente, pero rápidamente se quedó atrancado. La puerta maciza se resistía a abrirse, como una muralla infranqueable.
            Cansada de dar tirones inútiles, la muchacha se alejó del portalón de madera y comenzó a caminar por los alrededores de la fábrica, buscando otro sitio mejor por donde adentrarse en el edificio. Probó con algunas ventanas de la primera planta, pero las gruesas verjas de hierro estaban bien ancladas a la pared de ladrillos. Luego intentó abrir una puerta lateral, por donde apenas cabía una persona, pero también estaba cerrada con un grueso candado.
            Desde mi escondite, veía alejarse a la muchacha. Para poder seguirla, tuve que moverme con cuidado unos metros, intentando no ser descubierto. Me enganché el pantalón con un hierro, tropecé con un cascote de cemento y a punto estuve de caerme al suelo. Menos mal que la mochila, que llevaba colgada en la espalda, me servía de guía.
            De pronto, ella se detuvo delante de un pequeño ventanuco, que daba al sótano de la fábrica. No tenía rejas de hierro y los marcos de madera estaban arrancados de sus goznes. La muchacha se agachó, apoyando su rodilla izquierda en la tierra húmeda, y miró por el agujero que se abría en el muro como  un pequeño bostezo.  Luego vi cómo se quitaba la mochila de la espalda e introducía la cabeza por el hueco de la pared. En unos pocos segundos, como si se tratase de un fantasma, desapareció por completo de mi vista.
            No debía perder tiempo. No me quedaba más remedio que salir de mi escondite e ir detrás de ella igual que un galgo persiguiendo a su presa. Me puse de pie y eché a correr. No había mucha distancia entre nosotros, pero sí la suficiente para perderla de vista, quizás para siempre. El interior de la vieja fábrica era un laberinto, lleno de salas vacías y de pasadizos estrechos donde era muy fácil extraviarse. Además, apenas había luz dentro y yo no había traído ninguna linterna conmigo para orientarme. Tenía que darme prisa para no perderla.
            Justo en ese momento, escuché el primer ladrido de los perros a mis espaldas. Era ronco y áspero, como el cuerno que anuncia una cacería. Sin poder evitarlo, sentí una descarga eléctrica en el cuello, que me erizó el vello de la nuca. Miré hacia donde procedía el aullido, cerca de los ladrillos almacenados al aire libre, y vi al guarda rodeado de sus sabuesos. El anciano avanzaba cojeando, dando grandes zancadas, ayudado de un gruesa garrota. A su alrededor, los animales no dejaban de moverse excitados, mientras ladraban cada vez con más fuerza.
            Yo me detuve de golpe. Sin apenas tiempo, tenía que elegir entre seguir a la chica dentro de la fábrica o salir huyendo hacia las primeras casas del barrio. Miré el cielo nublado, buscando una señal que me orientase. Sin embargo, mis piernas decidieron antes por mí. Se movieron solas, alejándose de la Cerámica, empujadas por el miedo. Me estaba comportando como un cobarde, lo sabía, pero no había nacido con madera de héroe.
            Fue entonces cuando el  viejo guarda soltó los perros de la cadena. Eran tres ejemplares sin raza, de distinto tamaño y color, pero con la misma mirada asesina grabada en los ojos. Al sentirse liberados, los animales emprendieron una veloz carrera hacia mí. Los músculos de sus piernas se tensaron, imitando las cuerdas de un arco. Tenían una presa a su alcance y se dirigían hacia ella a toda velocidad, como si les fuera la vida en ello.
            Mientras tanto, yo corría con el corazón desbocado. Cada vez que respiraba, sentía una ola de fuego abrasándome la garganta y el pecho. Salté un montón de arena, me escurrí al bajar un terraplén, me torcí un tobillo al pisar un trozo de ladrillo, pero no me detuve en ningún momento. No podía. Los perros eran mucho más rápidos que yo y estaban aproximándose deprisa. Noté su respiración y sus gruñidos a escasos metros de distancia. Angustiado, miré hacia los bloques de casas, deseando llegar a ellas cuanto antes. Mientras corría al límite, busqué un palo o cualquier otro objeto que me sirviera para defenderme. No lo encontré. Si todo seguía igual, en pocos segundos los perros me darían caza y tendría que luchar con ellos cuerpo a cuerpo.
            De pronto, escuché un potente silbido, agudo y prolongado como el de un pastor. Procedía del guarda de la Cerámica, que desde lejos acababa de dar una orden a sus perros. Los animales se detuvieron al instante, en lo más alto de un montón de escombros. No dejaban de ladrar rabiosos y de respirar jadeantes. Se les notaba tensos, enojados con su dueño, con deseos de morderme. Sin embargo, como disciplinados soldados, no se movieron de sus puestos. La cacería había concluido. Habían conseguido expulsar al intruso del recinto de la fábrica y el guarda, desde la distancia, parecía sentirse satisfecho.
            De todas las formas, yo no dejé de correr después de oír el fuerte silbido. Me dolían las piernas a la altura de los muslos, pero me aguantaba el dolor mordiéndome los labios. Estaba agotado y una gota de sudor, del tamaño de una lágrima, se escurrió por mi mejilla muy despacio. Solo cuando pude pisar el asfalto de la carretera, que servía de pórtico de entrada a las primeras casas del barrio, me sentí a salvo. Al detenerme, creí que el corazón se me iba a salir por la boca como una pelota de goma. Tosí varias veces, tuve varias arcadas, hasta que lentamente empecé a respirar con normalidad. Nunca había corrido tanto en mi vida, ni siquiera durante las clases de Gimnasia en el patio del colegio.
            Por última vez, miré la vieja fábrica de ladrillos, cuya chimenea se alzaba a lo lejos como un inhiesto mástil que quisiera acariciar el cielo. Pensé en la muchacha morena que había visto hacía unos minutos, en su melena corta igual que un chico, en sus ojos negros y profundos, en su figura flexible como un junco…
             ¿Estaría solo de paso? ¿Se quedaría a vivir en la Cerámica? ¿La descubría el guarda con sus perros?
             Aunque también – pensé, desilusionado – podía ser que no la volvería a ver  jamás.

2 comentarios:

  1. Mejora mucho el primer capítulo. Interesante, engancha, sientes la necesidad de seguir leyendo. Muy conseguido.

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